sábado, 8 de octubre de 2016

Huele a leña.

Ha caído la noche y la luz los faros del coche rasga la oscuridad dejando intuir el trazado de la carretera que se retuerce  entre montañas. Como si la noche fuese un papel de estraza que envolviera un cuadro y los faros fueran una mano invisible que rompiera una franja del papel, de arriba a abajo, dejando ver un poco del dibujo, y lo volviesen a cubrir de nuevo, para romperlo luego por otro sitio en la siguiente curva.

En los pueblos, una hilera de farolas convierte la carretera en calle durante unos centenares de metros, las casas tienen cerrados los postigos.

Bajo un par de dedos las ventanillas y, al pasar por esas calles, huele a leña.

El hielo se derrite en el vaso. Hace calor sentado cerca de la estufa. Nadie queda ya en la cantina del albergue. Salgo a la calle para sentir el relente de la noche y, al abrir la puerta, huele a leña.

Ya no queda luna a estas horas. Solo estrellas. Muchas. Se intuyen en la oscuridad las montañas que me rodean, imponentes y fantasmales sombras gigantes. Orión me vigila cuando cuando regreso. Con su mirada severa  quiere cerciorarse de que me recojo a tiempo.

Un mastín roe un hueso de vaca a la puerta y, al entrar de nuevo en la casa, huele a leña.

Me acuesto en una litera de este cuarto de catorce camas, donde parece que todos duermen y alguno ronca un poco y, al dejar descansar mi cabeza en la almohada, mi pelo huele a leña.

Me arrebujo bajo un edredón que da mucha calor y, al repasar los acontecimientos de la semana, mi corazón huele a leña.