El sonido de
las olas al mecerse, acariciando levemente el muro del muelle, el rumor de los llaudes amarrados, acunados por las
olas, y el tintineo de los cabos atados a los mástiles, que vibraban con la
brisa que la noche traía desde la bocana del puerto, eran silenciados por los
acordes de la guitarra de Curro "Manitas de Plata" y la voz de Biel.
Juan estaba
sentado en la terraza del Es Cau, con
una copa de ron y cocacola en la mano, murmurando sus labios la letra de la
habanera, moviendo la cabeza levemente al ritmo de la música. Tenía los dedos
mojados del agua que se condensaba en el cristal del vaso y la mirada perdida
en las manos de Curro, los ojos brillantes, absorto, transportado a otro tiempo
por la letra de la Balada d'en
Lucas.
Mamen lo observaba
desde la mesa de al lado. Le había llamado la atención aquel hombre solitario
que sonreía sugestionado por la música. No parecía un turista, pero tampoco del
lugar. Estaba moreno, llevaba el pelo largo y barba de 4 días. Vestía pantalón
corto, camiseta de algodón y abarcas marrones. Se había dirigido a Bruno en
catalán, cuando le pidió la copa. Le miraba divertida. ¡Parecía disfrutar tanto
con la música! Tan concentrado que parecía ausente.
Ja no em queda ni sa vela
de sa barca marinera
ni sa cala que era es meu món.
Terminó la
canción. Juan dio un sorbo mientras sonaban tímidos aplausos. Mamen no pudo
reprimir el impulso. Sin pensar en lo que hacía, agarró el gintonic que
tenía sobre la mesa, echó atrás la silla de un salto, y salvó los cuatro pasos
que la separaban de él.
-Hola-,
sonrió. -¿Estás solo? ¿Te importa que me siente contigo?
Juan levantó
la vista y se dio de bruces con unos ojos abiertos de par en par, enormes y
marrones, enmarcados en un pelo moreno, corto por los hombros.
Llevaba un top blanco, de encaje. La mesa no le permitió ver más que la
cintura de la falda larga con volantes, de algodón blanco
transparente, pero sí un ombligo dorado por el sol, que las cuñas de las
sandalias situaban a la altura de sus ojos.
La observó un
momento que a Mamen se le hizo eterno. Si consiguió contener su azoro fue
porque, tras esa mirada penetrante que Juan le clavó, se dibujó una sonrisa
inmensa y amable que le iluminó cara. Juan se puso en pie, con gesto
caballeroso le tendió la mano.
-Por supuesto.
Me llamo Juan. ¿Y tú?
-Mamen.- Se le
entrecortó la voz. Toda la seguridad que había tenido en el momento del impulso
se fue por los suelos y el rubor afloró en sus mejillas. Juan se dio cuenta.
-Siéntate, por
favor. Me alegro de que te hayas acercado. Es mejor disfrutar de este lugar en
compañía. ¿Habías estado antes?
-Sí, muchas
veces. Yo nací aquí, en Menorca. Ahora vivo en Barcelona, pero mis padres viven
aquí y he venido a pasar unos días con ellos. Me he pasado muchas noches en
este bar cuando era más joven. Es fantástico, mágico y divertido. ¿Y tú?
-Yo estoy
enamorado.- Dijo Juan, dándose un aire de misterio. Hizo una pausa.
-Durante
algunos años veraneé en la isla. Hacía mucho que no volvía. He aprovechado unos
días que tenía libres. Estoy enamorado de Menorca, y este lugar me
fascina.
-¿Estás
enamorado de la isla?- dijo Mamen con tono socarrón, recuperando el control de
sí misma.
-Pues sí. De
la isla y de sus rincones.
-¿Cuántos
rincones conoces?
-Bueno,
algunos. Pero seguramente me falten muchos por descubrir. Quizás los más
interesantes…
-Quizás yo
pueda enseñarte algunos…
-No lo dudo.
La risa se
apoderó de ambos tras el lance de coqueteo dialéctico, y se relajaron.
-¿Dónde
vives?- preguntó ella.
-En Madrid.
-¿Y un
madrileño habla catalán? Me pareció que te dirigías a Bruno en catalán y que
tarareabas una canción…
-Es una larga
historia.
-No tengo
prisa.- Apostilló con un guiño.
Los hielos se
habían derretido en las copas. Bruno y Biel se colocaron delante de las mesas
mientras Curro rompía de nuevo el murmullo de la terraza con los acordes, ahora
con ritmo, de Lola la tavernera. Padre e hijo cantaban bailando al
son de la guitarra, brazos en jarras, mirándose divertidos, escenificando la
letra de la canción.
I la bella Lola llença el davantal,
mans a la cintura, balla amb soltura pel seu
amant.
Y Bruno se
deshacía del mandil con una muy ensayada y lograda media verónica, lanzándolo a
su derecha.
A Juan le
brillaban los ojos.
-Me encantan
estos dos. Son geniales.
Mamen le
miraba interesada y divertida.
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Despertó sobre
la toalla. El sol de media tarde le bañaba el cuerpo. Giró la cabeza y vio a Juan
sentado bajo la sombrilla con un libro en las manos. A ratos leía. A ratos
levantaba la vista hacia el mar.
Se sentía
viva. De nuevo esa sensación. Algo no previsto estaba ocurriendo y era
agradable, curioso, interesante y divertido. Recogió a Juan por la mañana. Se
alojaba en un apart-hotel en Binibeca. La noche anterior se levantaron de la
terraza de Es Cau cuando estaban ya
recogiendo las mesas. Se ofreció a llevarle al hotel, segura de que le
invitaría a pasar. Le atraía mucho ese hombre y fue sintiéndose invadida por el
deseo, según hablaban y reían y cantaban. Su intuición le decía que era
recíproco. Por eso se sintió desconcertada cuando, al despedirse, tras fijar
los ojos en los suyos, acercó su cara y fintó el gesto en el último instante,
para besarla en la mejilla. Desconcertada, sí. Y sorprendida también. No pudo
disimular una mirada de desencanto que Juan desarmó con una sonrisa.
-Me parece
estupenda tu propuesta, Mamen. Recógeme mañana y me enseñas los rincones de tu
isla. ¿A las diez está bien?
-¿Será
jilipollas?- Pensó Mamen. -¡No eran esos los rincones que quería yo enseñarle!
-A las diez
está bien. Sí, es buena hora. Así nos dará tiempo a ver más cosas- respondió
tratando de ocultar su contrariedad, sin estar muy segura de haberlo logrado.
-Hasta mañana
entonces. Me lo he pasado muy bien. Muchas gracias por traerme. Que descanses.
-Hasta mañana.
Buenas noches.
Los días
anteriores había soplado tramontana. Aquella mañana el viento roló a llebeig. Se
dirigieron primero a Son Bou, en el sur, la playa preferida de Mamen.
Demasiadas olas, demasiado viento. Dieron un paseo y volvieron al coche.
Cruzaron la isla hacia el noreste, buscando Cala Presili. Con la humedad
espesando el aire y un cielo radiante reflejado sobre un mar azul, la recta
final en el camino hacia Favaritx, desierta, tenía un aura casi
fantasmagorica...
Mamen se puso
en pie. Gotitas de sudor se condensaban como rocío en su piel morena.
-Me voy al
agua. ¿Te vienes?
Juan levantó
la vista del libro y giró la cabeza hacia ella.
-¡Buena idea!
Mamen echó a
trotar hacia el agua y Juan la miró alejarse. Le gustó el contoneo de sus
caderas menudas bajo el bikini negro. Dejó el libro a un lado, se puso en pie y
la siguió.
La luz
dibujaba caracoles de plata en el agua del mar. Juan observaba la espalda de la
mujer que se adentraba en el agua delante de él.
-Alfonsina-
pensó, recordando la canción. Y llegó a la orilla siguiendo sus pasos.
Ella se paró a
esperarle cuando el agua le llegó por el ombligo, más allá de la rompiente, en
aquella playa poco profunda de olas menudas. La alcanzó mientras Mamen se
giraba. Se quedaron quietos mirándose con sorna y, como si estuviera ensayado,
comenzaron a salpicarse entre risas. El juego terminó en un chapuzón y unas
brazadas. Al hacer de nuevo pie, se miraron largo, quietos y en silencio. A
pocos centímetros. Y sus labios los vencieron.
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Sentados en la
terraza del Cap Roig, con el pelo
revuelto y el salitre picándole bajo la ropa, Mamen hablaba por los codos.
Habían recorrido con el coche los dos kilómetros que separan el restaurante de
la playa antes de que el sol estuviera demasiado bajo. Encontraron sitio en una
mesa al lado de una ventana que les permitía ver el sol del ocaso. Les
sirvieron dos cervezas bien frías mientras estudiaban la carta.
-¿Conocías
este restaurante?- Preguntó Mamen.
-Sí. Había
venido en un par de ocasiones. Este rincón no me lo descubres por primera vez.-
Guiñó, socarrón, un ojo.
-Ya habrá
otros rincones que podré descubrirte…
-No lo dudo,-
rió Juan. -Cala Presili ha sido uno de ellos. Y no solo la cala. -Hizo una
pausa mirándola divertido. -¿Cómo andas de apetito? A mí el bocadillo de este
mediodía me ha sabido a poco. Estoy muerto de hambre. ¿Te gusta el arroz?
Podríamos pedir un arroz caldoso, si te apetece.
-Me gusta
mucho el arroz. La verdad es que me gusta casi todo.
-¿Qué es la
cigarra de mar?
-Es parecida a
la langosta, pero sin pinzas. Es un marisco de aquí, pero muy raro de
encontrar.
-¿Nos damos un
capricho? Yo invito.
-Si invitas,
no te voy a decir que no.
-Pues hecho:
arroz caldoso de cigarra menorquina esa. ¿Y unos mejillones al vapor de entrada?
Mientras esperamos por el arroz.
-Perfecto.
Esperaron a
que les tomaran nota. Encargaron un albariño que dejaron en la cubitera
mientras terminaban la cerveza.
-¿Te gusta
vivir en Barcelona?
-Sí, la
verdad. Estudié allí la carrera y tengo muy buenos amigos. Es una ciudad
grande, pero me he hecho a ella. Tengo una tienda de ropa y no me puedo quejar.
Mi hijo es feliz en el colegio. Es pequeño aún y me ata mucho, pero trato de
hacer planes y casi siempre puedo contar con alguien para que se haga cargo de
él si quiero salir.
-¿Qué edad
tiene?
-Cuatro años.
Ahora está con su padre. No vive en Barcelona y no le ve mucho. Tenía unos días
de vacaciones y los hemos aprovechado los dos.
-¿Cómo se
llama?
-Joan.
-Como yo,-
sonrió.
-Sí. ¿Y
tú?
-Yo, ¿qué?
-¿Tienes
hijos?
-Tengo dos.
Una niña de catorce y un niño de ocho. Silvia y Fernando. Viven con su madre,
pero les veo mucho. Voy con frecuencia a Barcelona ¿Sabes?
-¿Por eso
chapurreas el catalán?
-No. Viví allí
un año. Al terminar la carrera. Me matriculé en un curso de restauración en la
Facultad de Bellas Artes. Fue un año muy divertido. Me pasaron cosas curiosas.
La verdad es que siempre me pasan cosas curiosas. Esto mismo. El haberte
conocido, haber coincidido anoche en Es Cau. El día de hoy… No sé. Siempre he
sido un poco soñador y aventurero. Quizás por eso me aburrí de mi matrimonio. O
se cansó ella de mí.
-¿Te cansas
pronto de las mujeres?
-¡Nunca me
canso de las mujeres! Ese puede ser quizás el problema.- Y dejó que la sonrisa
le llenara la cara. -¿Cómo fue lo tuyo con tu marido?
-Andrés no
llegó a ser nunca mi marido. Nos conocimos en un bar de copas. El era de
Sevilla y estaba pasando unos días en Barcelona en casa de unos amigos suyos.
Salimos dos o tres veces. Nos acostamos. Me quedé embarazada sin pretenderlo.
Nuestra relación duró poco más de una semana y se volvió a Sevilla. Digamos que
fue un rollo de verano. Cuando supe que estaba embarazada, él ya había
regresado a su casa. Dudé mucho si decírselo o no. Al fin de cuentas, no era
una situación pretendida por ninguno de los dos. Yo no lo buscaba, pero una vez
que ocurrió sentí una tremenda ilusión. Quería tener ese hijo. Pero eso era mi
decisión, no la suya. Y no estaba del todo segura que fuera justo cargarle con
esa responsabilidad que él no había buscado. Yo tampoco, pero la asumía. Por
otra parte, quizás también tuviera derecho a saberlo y, voluntariamente, a
decidir si él la quería asumir. Yo no necesitaba dinero, ni un padre, ni
pareja. Al menos no un hombre al que apenas conocía. Al final se lo dije. Le
dije que no tenía que sentirse comprometido si no quería y que no le iba a
pedir nada.
-¿Cómo se lo
tomó?
-Como un
señor. La verdad. Para él fue un problema. Estaba recién casado y esto le costó
el matrimonio. No puso en duda mi palabra -yo podría ser una loca que quisiera
aprovechar la situación y él podría pensar que el hijo podría ser de cualquier
otro-. Se ofreció a reconocer a su hijo. Me llamaba con frecuencia durante el
embarazo para interesarse, y se vino a Barcelona cuando el parto. No me sentí
sola. Después, me ha ayudado con los gastos del niño, que pagamos a medias, y
viene a ver a Joan siempre que puede. No hay una rutina pactada.
El camarero
les interrumpió con la fuente de mejillones. Se sirvieron una copa de vino. El
sol ya se había puesto y un halo naranja oscuro teñía la línea del horizonte.
La incipiente luna creciente brillaba agrandada, cercana ya a esconderse, y el
cielo se había salpicado de estrellas.
-Has sido
afortunada, entonces. Lo mío es más prosaico. Unos cuantos años de matrimonio
que terminaron siento rutina y problemas y hastío. Una mujer de la que me
enamoré. Una doble vida. Ella lo descubrió y fin de la historia.
-¿Y la otra
mujer?
-También, fin
de la historia.
-¿Y eso? ¿No
estabais enamorados?
-Lo estábamos,
sí. Mucho. Fue una relación muy pasional. Pero al final, se quedó ahí. Supongo
que parte de la gracia la tenía la emoción de lo prohibido; de la aventura.
-¿Y ahora?
¿Estás solo?
-Sí. Y le he
cogido el gusto.- Sonrió de nuevo.
-¿Qué te
impulsó a besarme?- Preguntó Mamen.
-Me gustas. Te
vi entrar al mar. Tu manera de caminar. Tu espontaneidad. No lo sé.
Hubo un
silencio. Ninguno se había percatado de que el comedor se había ido llenando de
gente. Mamen le miraba ahora, serena, a los ojos.
-No te
enamores, Juan. No estoy preparada para tener una historia con nadie. Tengo mi
vida hecha y no me siento con ganas de complicarla.
-No tengas
cuidado, Mamen. Han sido tus caderas las que han atraído a mis labios. No el
corazón. Y tú tampoco lo hagas,- guiñó un ojo. -No quiero vivir en el AVE.- Y
sonrió, levantando la copa de vino.
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La pantalla
luminosa de la sala de embarque anunciaba que el vuelo iba retrasado sin hora
prevista de salida. La huelga de controladores había sido convocada en los días
de más desplazamientos del verano. Juan, resignado, tenía una novela abierta
entre las manos. Había descubierto a su autor en el escaparate de una librería,
donde anunciaban la última obra por la que había recibido el premio de Novela
Negra de la editorial RBA: Philp Kerr. Le despertó la curiosidad, al recordar
haber escuchado unos días antes hablar de ese libro (“Si los muertos no
resucitan”) en un programa radiofónico de esos que recomiendan lecturas. Le
entretuvo y, para esos días de vacaciones, se hizo con otro de los títulos de
la saga Berlín Noir. Algo ligero y ameno que no obligara a pensar.
Pero no era
capaz de centrar su atención. La mirada se le perdía más allá de las páginas y
su mente estaba entre las sábanas donde él y Mamen se habían amado la noche
anterior. Regresaron pronto al hotel. La conversación fue cambiando el tono,
llevada por el deseo. Cuando salieron del restaurante se besaron a cada paso
que dieron hasta llegar al coche. Casi se arrancaron la ropa mientras Juan
cerraba la puerta de la habitación empujándola con el pie. La piel les sabía a
sal. Ella se dejó caer sobre el lado de la cama, sin retirar ni la colcha. Él
descubrió con los labios el resto de los rincones que se habían prometido,
incluyendo la filigrana que tenía tatuada sobre el pubis, colocada a la justa
altura donde el bañador la podía ocultar. Mamen se giró y disfrutó al sentirle
empotrado en su espalda, agarrado fuertemente a su cadera, no con violencia
pero sí con urgencia, casi desesperadamente. Juan seguía aún escuchando sus
ayes, y retenía la imagen de la cara de ella, desencajada de placer, apoyada de
lado sobre la almohada, girada a la derecha, con la boca entreabierta y la
saliva resbalando por la comisura. Hicieron el amor toda la noche. La luz del
sol les despertó tarde, abrazados, las sábanas revueltas, sus cuerpos húmedos.
Y así, como les encontró el día, se amaron una última vez. Sin prisa.
Se despidieron
después de un breve almuerzo que hizo las veces de desayuno. Juan le agradeció
que se ofreciera, pero no quiso que le llevara hasta el aeropuerto. No quería
alargar el adiós. Bajó del taxi, pasó el control de seguridad y se sentó a
esperar, armándose de paciencia por el retraso. Y así, ensimismado como estaba
en sus ensoñaciones en la sala de embarque, sintió una presencia y una voz que
le susurraba al oído:
-Me moría de
ganas, amigo, de verte otra vez.