miércoles, 15 de febrero de 2017

De vuelta a Chad.

Regreso pasados siete meses. Ahora todo me resulta familiar. Viajo con los papeles en regla. La autorización de entrada en el país ha llegado a tiempo y no tengo que hacer escala en Casablanca esperando el visado. El policía de aduanas que nos recibe en el aeropuerto es el mismo de la otra vez. Igual de correcto, manteniendo las distancias. Con la amabilidad justa para ser cordial sin caer en la camaradería. Con la seriedad justa para no imponer temor.

No nos abren las maletas. Ocho, más el equipaje de mano, cargadas de medicamentos, material quirúrgico, un autoanalizador para muestras de sangre. No nos es necesario enseñar el documento expedido por el obispado en el que ruegan que no nos pongan problemas por tratarse de una misión humanitaria.

Jean Paul, el chófer, nos espera en el aparcamiento del aeropuerto. Llevo encima francos centroafricanos para darles una propina a los tres mozos que nos sacan el equipaje hasta el coche, sin que me pongan mala cara por no tener nada con qué compensarles.

En esta latitud, cercana al ecuador, hace rato que es de día a las seis de la mañana. Kabalay nos recibe con el silencio habitual de la hora temprana a la que llegamos. Es un centro de acogida, un albergue, que la Conferencia Episcopal tiene en D’Jamena, en el que hacemos escala los que llegamos o salimos del país. O los que vienen a esperar a alguien o a hacer una gestión a la capital. Esperamos a Jean Paul, después de haber desayunado pan con miel y Nutela, y agua caliente con café soluble y leche en polvo. Es lo que hay, pero sienta bien después de haber pasado la noche casi en vela, tratando de dar una cabezada en el asiento del avión de Air Maroc que nos ha traído desde Casablanca.


Jean Paul se retrasa. Ha salido con el coche, una ranchera, a dejar un saco que llevaba en la bandeja trasera y ha quedado en volver a las siete y media. En la espera, Kabalay se va despertando y conocemos a Enrique –un comboniano de Getafe que lleva treinta años en Chad–, y a dos hermanos suyos de la orden: uno es polaco –Sebastian– y el otro, João, un portugués que viajó en el mismo avión que nosotros.


Nos subimos al coche. Siguiente etapa del viaje: visitar las oficinas donde nos gestionarán la recogida de nuestros pasaportes visados. Allí coincidimos de nuevo con los combonianos. Luego callejeamos un rato por las calles sin asfaltar de Djamena para recoger unos reactivos para el laboratorio que le han encargado a Jean Paul. Paramos a llenar de gasoil el depósito y emprendemos un viaje por carretera que va a durar diez horas.


Vuelvo a ver los rostros y las escenas que retrataban los cuadros de la exposición de pintura que organizamos hace un año. Ahora me resultan familiares. Los pastores llevando el ganado, el joven apoyado en la moto, las mujeres y los niños caminando en fila india y portando tinajas o leña sobre la cabeza, los rebaños de camellos pastando de los árboles o cargados con fardos en caravanas conducidas por nómadas, los carros tirados por bueyes. Se suceden a ambos lados de la carretera mientras el coche avanza, entre acelerones y frenazos, sorteando los baches. Hasta que pinchamos. El pinchazo nos obligó a parar dos veces. Una para cambiar la rueda y otra para reparar la pinchada. Después, el coche no arrancaba y tuvimos que empujar. También eso es parte del viaje.

La parada para comer la hacemos en Bongor, ciudad que queda a mitad de camino. El sitio donde comemos es un local abierto a la calle donde asan pollos en unas brasas a la puerta. Dos pollos para los cinco nos pareció suficiente comida. Los sirven troceados sobre una bandeja de metal, con cebolla cruda y una especia picante de color ocre que no sé cómo se llama , en un montoncito en el que mojas la carne antes de llevártela a la boca con los dedos. Colocan la fuente en el centro de la mesa para compartir entre todos. En ese “restaurante” sirven la comida, pero no la bebida. Para eso tienes que irte al “bar”, dos locales más allá. La otra vez nos tomamos la cerveza de postre. En esta ocasión preguntamos y se ofrecieron a acercárnosla al otro bar para que pudiéramos acompañarla con el pollo. La marca de cerveza del Chad se llama Gala y viene en botellas de dos tercios de litro.

Cuando terminamos, dos niños recogieron nuestra bandeja, se la llevaron a la mesa de al lado y se comieron nuestras sobras.



El resto del viaje, cuatro horas más, transcurre sin más incidencias que el cansancio y el hastío por desear llegar, y el espectáculo de la puesta de sol sobre las llanuras de los campos de sorgo, secos en esta época del año.



Al llegar al Bebedjá nos esperan unas tortillas de patata que ha preparado Brigitte, la cocinera chadiana que se crió en el hospital bajo la tutela de sor Magdalena. Ya retirado, pensando en el mes de trabajo que tenemos por delante, escribo sentado a la mesa del mismo cuarto que ocupé hace unos meses. Y la sensación que tengo es la de estar en casa.

Desde Bebedjiá, el 13 de febrero de 2017.