sábado, 4 de junio de 2016

Esperando "visa" para un sueño.

Miré el teléfono, leí el mensaje de Alfonso, que transcribía la respuesta de Vincent desde Djamena, miré a Marisol y a Javier que venía desde el aparcamiento del hospital. Estábamos los tres en la puerta de Rehabilitación. Habíamos bajado las cuatro pesadas maletas desde el despacho para cargarlas en el coche. Javier también lo había leído en el grupo de whatsapp y su cara mostraba decepción.

–La vez que yo fui pasó lo mismo. Al final lo resolvió el obispo. ¿No podemos llamar al obispo?

Cruce de mensajes y una llamada. Teníamos toda la tarde absolutamente planificada y cronometrada para llegar a tiempo al mostrador de facturación, pasar el control policial, llegar al embarque. Había que parar en casa a por mi equipaje, un par de compras de última hora, sacar dinero, comer algo, recoger a Bárbara del trabajo… Habíamos quedado a las 5 en el hall de la T4 con Anita.

No había visado. Vincent había mandado a alguien a la Policía esa mañana. Estaba désolé porque había un problema con la oficina del Director de Inmigración que no les querían explicar.

–Intentaré llamar al obispo –dijo antes de colgar. El tono voz de Alfonso al otro lado del teléfono también sonaba a decepción.

–¿Qué hacemos con las maletas? –estaban ya cargadas en el coche después de habernos peleado con la bandeja del maletero y los asientos traseros para que encajasen. –¿Las subimos al despacho? ¿Las dejo en mi casa?

–Ya que estamos aquí, es mejor dejarlas en el despacho –opinó Marisol.

Me quedé pensando un segundo. Si Alfonso lograba hablar con el obispo y se resolvía el visado, perderíamos la oportunidad de volar hasta, al menos, cuatro días después, si quedaban plazas en el vuelo del martes.

–Nos la vamos a jugar. Hay que apostar porque volamos. Si, al final, no hay visado, nos vamos a tomar unas copas.

No habían pasado ni cinco minutos desde el mensaje que dio lugar este rato de incertidumbre previo a tomar una decisión. Me sonó el móvil: Anita, la ginecóloga que me iba a acompañar en este viaje, estaba en su casa ultimando los preparativos antes de salir hacia el aeropuerto. Tenía el mismo parecer que yo.

Cerramos el coche, pasamos por casa a por el pasaporte y la maleta de cabina, y pedimos una rosca y una cerveza en la terraza de La Marcela. Allí, repartimos los papeles.

Anita llama a Vincent, tratando de aclarar la situación. Alfonso, por su lado, trata de localizar al obispo. Yo, al teléfono con la línea aérea, informándome de las posibilidades de cambio de billetes. Cada uno de los tres en un lugar diferente de Madrid. Marisol, levantándose a mover el coche de la segunda fila, al aparecer los municipales.

–El vuelo del martes se ha anulado, señor. No hay otro vuelo hasta dentro de una semana.

–Me dice Vincent que el funcionario de Inmigración que tenía que firmar los visados estaba en La Meca. Su sustituto había parado todos los expedientes pendientes de tramitar.

– Pregúntale si no hay ninguna manera de conseguir el visado. Quizás el sustituto está esperando que le engrasaran la tinta del bolígrafo para firmarlo.

–Hoy ya no. La oficina de Inmigración en Djamena está cerrada. A lo mejor puede arreglarse mañana. Van a hablar con un funcionario amigo suyo.

–¿Podemos embarcar sin el visado?

–En la base de datos de la línea aérea no nos consta que necesiten visado para entrar en el Chad, señor, pero eso deben hablarlo con su consulado–. Esta vez me atiende una mujer con un fuerte acento marroquí a la que me cuesta entender.

–¿Mañana? ¡Llegamos mañana! ¿No podemos esperar en el aeropuerto a que nos den el visado?, le dije
–la voz con acento italiano de Anita se atropella al teléfono. – Y me ha dicho Vincent con mucha convicción que no nos aconseja volar a Chad sin visado. Que podemos tener una experiencia muy desagradable con la policía. Nos recomienda que nos quedemos en París hasta que se solucione.

–¿París? ¡Pero nosotros no volamos vía París…!

Marisol pide otra rosca. Esta vez de jamón. Yo, otra cerveza, y hago otra llamada. Alfonso sigue sin contactar con el obispo. Decidimos seguir con el plan establecido: recogemos a Bárbara, quedamos todos en la T4.




En el aeropuerto hemos ido dejando el turno a los demás pasajeros mientras esperamos noticias sobre nuestro visado. El mostrador de facturación está a punto de cerrar. La mujer que nos atiende, está alterada y cansada, con ganas de irse a su casa.

–El vuelo está cerrado, señor. Lo siento.

Una maleta de otro pasajero se cuela por error. Paran la cinta. Avisan a Seguridad. Hay bastante confusión.

Ahora, mientras escribo, el sol del atardecer se cuela por la ventanilla y me deslumbra reflejándose en la pantalla del portátil. Estoy en algún lugar sobre el Atlántico, que se ve brillar entre los parches de nubes. A mi derecha hay un chico de raza negra que habla algo de español, pero es de pocas palabras. A mi izquierda, un marroquí que trabaja para una casa comercial de material quirúrgico ortoprotésico. El avión comienza a descender. Se ven campos de cereales a punto de ser segados, fincas de regadíos, autopistas…


El visado estará listo para el sábado. El siguiente vuelo a Djamena no sale hasta el domingo. La burocracia chadiana nos ha regalado un fin de semana en Casablanca.

En Casablanca, el 3 de junio de 2016.

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