Miré el teléfono, leí el mensaje de Alfonso, que transcribía
la respuesta de Vincent desde Djamena, miré a Marisol y a Javier que venía
desde el aparcamiento del hospital. Estábamos los tres en la puerta de
Rehabilitación. Habíamos bajado las cuatro pesadas maletas desde el despacho
para cargarlas en el coche. Javier también lo había leído en el grupo de
whatsapp y su cara mostraba decepción.
–La vez que yo fui pasó lo mismo. Al final lo resolvió el
obispo. ¿No podemos llamar al obispo?
Cruce de mensajes y una llamada. Teníamos toda la tarde
absolutamente planificada y cronometrada para llegar a tiempo al mostrador de
facturación, pasar el control policial, llegar al embarque. Había que parar en
casa a por mi equipaje, un par de compras de última hora, sacar dinero, comer
algo, recoger a Bárbara del trabajo… Habíamos quedado a las 5 en el hall de la
T4 con Anita.
No había visado. Vincent había mandado a alguien a la
Policía esa mañana. Estaba désolé porque
había un problema con la oficina del Director de Inmigración que no les querían
explicar.
–Intentaré llamar al obispo –dijo antes de colgar. El tono voz
de Alfonso al otro lado del teléfono también sonaba a decepción.
–¿Qué hacemos con las maletas? –estaban ya cargadas en el
coche después de habernos peleado con la bandeja del maletero y los asientos
traseros para que encajasen. –¿Las subimos al despacho? ¿Las dejo en mi casa?
–Ya que estamos aquí, es mejor dejarlas en el despacho
–opinó Marisol.
Me quedé pensando un segundo. Si Alfonso lograba hablar con
el obispo y se resolvía el visado, perderíamos la oportunidad de volar hasta,
al menos, cuatro días después, si quedaban plazas en el vuelo del martes.
–Nos la vamos a jugar. Hay que apostar porque volamos. Si,
al final, no hay visado, nos vamos a tomar unas copas.
No habían pasado ni cinco minutos desde el mensaje que dio lugar este rato de incertidumbre previo a tomar una decisión. Me sonó el móvil:
Anita, la ginecóloga que me iba a acompañar en este viaje, estaba en su casa
ultimando los preparativos antes de salir hacia el aeropuerto. Tenía el mismo
parecer que yo.
Cerramos el coche, pasamos por casa a por el pasaporte y la
maleta de cabina, y pedimos una rosca y una cerveza en la terraza de La Marcela.
Allí, repartimos los papeles.
Anita llama a Vincent, tratando de aclarar la situación.
Alfonso, por su lado, trata de localizar al obispo. Yo, al teléfono con la línea
aérea, informándome de las posibilidades de cambio de billetes. Cada uno de los
tres en un lugar diferente de Madrid. Marisol, levantándose a mover el coche de
la segunda fila, al aparecer los municipales.
–El vuelo del martes se ha anulado, señor. No hay otro vuelo
hasta dentro de una semana.
–Me dice Vincent que el funcionario de Inmigración que tenía
que firmar los visados estaba en La Meca. Su sustituto había parado todos los
expedientes pendientes de tramitar.
– Pregúntale si no hay ninguna manera de conseguir el
visado. Quizás el sustituto está esperando que le engrasaran la tinta del
bolígrafo para firmarlo.
–Hoy ya no. La oficina de Inmigración en Djamena está
cerrada. A lo mejor puede arreglarse mañana. Van a hablar con un funcionario
amigo suyo.
–¿Podemos embarcar sin el visado?
–En la base de datos de la línea aérea no nos consta que
necesiten visado para entrar en el Chad, señor, pero eso deben hablarlo con su
consulado–. Esta vez me atiende una mujer con un fuerte acento marroquí a la
que me cuesta entender.
–¿Mañana? ¡Llegamos mañana! ¿No podemos esperar en el
aeropuerto a que nos den el visado?, le dije
–la voz con acento italiano de Anita se atropella
al teléfono. – Y me ha dicho Vincent con mucha convicción que no nos aconseja volar
a Chad sin visado. Que podemos tener una experiencia muy desagradable con la
policía. Nos recomienda que nos quedemos en París hasta que se solucione.
–¿París? ¡Pero nosotros no volamos vía París…!
Marisol pide otra rosca. Esta vez de jamón. Yo, otra cerveza,
y hago otra llamada. Alfonso sigue sin contactar con el obispo. Decidimos
seguir con el plan establecido: recogemos a Bárbara, quedamos todos en la T4.
En el aeropuerto hemos ido dejando el turno a los demás
pasajeros mientras esperamos noticias sobre nuestro visado. El mostrador de
facturación está a punto de cerrar. La mujer que nos atiende, está alterada y
cansada, con ganas de irse a su casa.
–El vuelo está cerrado, señor. Lo siento.
Una maleta de otro pasajero se cuela por error. Paran la
cinta. Avisan a Seguridad. Hay bastante confusión.
Ahora, mientras escribo, el sol del atardecer se cuela por
la ventanilla y me deslumbra reflejándose en la pantalla del portátil. Estoy en
algún lugar sobre el Atlántico, que se ve brillar entre los parches de nubes. A
mi derecha hay un chico de raza negra que habla algo de español, pero es de
pocas palabras. A mi izquierda, un marroquí que trabaja para una casa comercial
de material quirúrgico ortoprotésico. El avión comienza a descender. Se ven
campos de cereales a punto de ser segados, fincas de regadíos, autopistas…
El visado estará listo para el sábado. El siguiente vuelo a
Djamena no sale hasta el domingo. La burocracia chadiana nos ha regalado un fin
de semana en Casablanca.
En Casablanca, el 3 de junio de 2016.
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