martes, 29 de julio de 2014

Una cita (literaria).

"Enrique tenía bastantes dudas sobre cómo iba a resolver el problema. Aquella tarde de agosto había salido de casa con mucha dificultad. En parte, porque hacía un calor terrible. Y en parte porque sus ciento sesenta kilos no le facilitaban pasar por el hueco de la puerta. 

La última vez que trató de salir del piso fue un año antes. Susana le había invitado al concurso de ingesta de gominolas que celebraba cada mes de septiembre en el jardín de su casa para despedir el verano. 

¡Qué mejor manera de celebrar el triste acontecimiento del regreso del otoño! El hecho de que no tuviese jardín –en realidad vivía en un apartamento abuhardillado, un octavo sin ascensor, en un edificio muy viejo del barrio de La Latina– no era un problema. Tampoco lo era que no se llamase Susana, que no tuviese gominolas y que toda la historia de la fiesta no fuera más que una parida que se le ocurrió una tarde aburrida de domingo tras el cuarto gintonic. En realidad se llamaba Manolo. En su madurez había sido camionero, pero al ir descumpliendo años, se había vuelto un adolescente apático con la cara llena de granos. La merma de edad no le había hecho perder el gusto por la ginebra ni por las putas. Pero como ya no podía trabajar –se le había olvidado conducir cuando descumplió los veintiuno, que era la edad que tenía en la fecha en que el carné había sido expedido– y los pocos ahorros que tenía se los había quedado el banco –por debajo de dieciocho no le dejaron sacar dinero–, se tenía que conformar con ver páginas porno en internet y robar las botellas en los supermercados. 

Manolo era un aficionado a la frikypedia. Había creado varias páginas absurdas sobre temas ridículos. La que más éxito había tenido fue la AAG (Asociación de Amantes de las Gominolas). Contaba con quince socios repartidos por varios continentes. Había una china, que vivía en Alaska, muy activista. No sabía, en realidad, su nombre –suponiendo que no utilizase un pseudónimo–, porque firmaba con caracteres chinos y Manolo no sabía chino. Algo de francés y de griego de su época de camionero, que ya se le había olvidado por falta de uso.  Tampoco se fiaba de que fuese china. Igual era mentira y solo vivía en Alaska. ¡Vete tú a saber! Los chinos son un poco extraños, aunque sean chinos de mentira. 

De cualquier manera, en ningún momento se pudo imaginar que aquel tipo terriblemente obeso, con el pelo casposo y grasiento, aplastado sobre un cráneo que parecía salir directamente de los hombros, sin cuello, fuese a llamar a su puerta preguntando por Susana. Le costó un esfuerzo terrible convencerle de que aquello no era más que un juego virtual de un grupo de seres humanos –y algún extraterrestre y una lechuza– que se aburrían mucho por ser extremadamente inteligentes y tener una visión de la vida que iba más allá de lo que el resto de los mortales era capaz de percibir. Algo así como los niños superdotados que se aburren en los colegios y sacan malas notas, pero de adultos: se aburren en la vida real porque su elevada inteligencia les impide encontrar estímulo en los acontecimientos cotidianos. Y también sacan malas notas. 

Lo que a Enrique le había costado un esfuerzo terrible fue subir los ocho pisos andando. En aquella época estaba unos kilos más delgado (dos o tres) y no tuvo tanto problema para salir de casa. Cuando iba por el descansillo del segundo se estaba cuestionando si habría sido una idea acertada acudir a esa fiesta. La idea del atracón de gominolas le impulsó a sacar fuerzas para llegar al final, no sin hacer varias paradas para recuperarse de la disnea. Cuando se enteró de que lo de la fiesta era un camelo y, lo que es peor, que aquel chaval imberbe que se hacía llamar Susana no tenía gominolas, el cabreo fue monumental. Al cabreo le siguió una tremenda depresión, que le mantuvo encerrado en casa desde entonces, consolándose solamente con un severo y estricto régimen a base de pizza y helado que encargaba por teléfono. 

Vivir encerrado en casa no es tan sencillo como parece. Hay unas mínimas necesidades que uno debe cubrir. Lo menos complicado son los suministros, pues se puede hacer la compra en el supermercado del barrio por teléfono, o por internet en alguna cadena de grandes superficies. Lo malo del internet es que los pedidos a veces no coinciden. Puedes pedir compresas, queriendo que sean con alas y de gran absorción y aparecerte el repartidor con un paquete de pañales de incontinencia. Enrique no tenía ese problema porque, afortunadamente para él, no tenía incontinencia. Pero sí podía tenerlo con la variedad o el sabor de los yogures o el detergente de la lavadora. Para minimizar esos riesgos decidió reducir sus pedidos solo a lo imprescindible: papel higiénico. Concluyó que no necesitaba lavarse la ropa dado que, al no salir de casa, no hacía falta que se cambiase de camisa ni de calzoncillos. Lo más complicado era deshacerse de los residuos. Habida cuenta de que su dieta era solo a base de pizza y helado, tampoco tenía más basura que las cajas vacías. Inicialmente intentó que el repartidor de pizzas se llevara la caja vacía del día anterior, como cuando antiguamente se devolvían los cascos vacíos de los refrescos. No tuvo mucha suerte. La primera ocasión, el repartidor accedió esperando una propina que nunca llegó. Al día siguiente le manó a hacer puñetas con mucha educación.


Enrique se pasó unos cuantos días dándole vueltas al problema mientras las cajas vacías se iban acumulando en la casa, atrayendo a todas las moscas del vecindario. 
Emborronó folios y folios –un decir, pues no tenía; usaba papel higiénico, sin usar, eso sí– con bocetos de un sofisticado sistema para descender la basura desde la ventana hasta el lugar donde se dejaban los contenedores, basado en una cuerda o sedal, pero no llegó a ninguna conclusión que le pareciera viable. Finalmente optó por lo que le pareció más resolutivo, que fue tirar las cajas por la ventana. 

Así transcurrieron algo más de doce meses, que le dieron mucho juego para reflexionar sobre el sentido de la vida y el diseño de las cajas de pizzas. Todas estas hondas reflexiones le condujeron a tomar un día una firme determinación. No podía seguir así –ya había probado todas las posibles combinaciones de ingredientes y las pizzas empezaban a cansarle un poco–. Se armó de valor, y de un martillo para tirar el marco de la puerta, y un poco del tabique, y salió a la calle.”

Pasaje tomado de Tomas M. Freeman-Goldberg. "Hay ausencias que gritan su silencio a voces”. Tercera edición. Madrid: Editorial Torrijos S.A.; 1965.


domingo, 27 de julio de 2014

Los secretos de la madrugada.


Salgo de casa cuando aún es de noche. Ya clarea algo, sí, pero hay más sombras que luz y siguen encendidas las farolas.

Me obligo a salir. Me da pereza. Me calzo las zapatillas y una camiseta vieja. Me había despertado temprano. Eché en una taza los restos de la cafetera de ayer y me senté en la terraza.

Ya en la calle comienzo a trotar. Un paso, otro, la respiración acompasada, despacio, rítmico... No, no estoy echando un polvo pero, con esta descripción, lo parece.

Hay un paseo que transcurre al borde de la playa. A poca distancia de casa, el paseo se termina. La playa no. La playa sigue varios kilómetros en lo que no hay nada. Nada es nada. Solo un camino de tierra. A mi izquierda, playa. A mi derecha una salina.

No soy el único que anda suelto a estas horas. Hay un tipo estirando donde se acaba el paseo. Mallas cortas marcando paquete y camiseta ajustada de fibra. Yo tengo unas mallas de esas. Me las regaló un bombero. Llevan grabadas en pequeñito el escudo de la Comunidad de Madrid. Es un bombero madrileño, aunque ya está retirado a pesar de ser joven. Ha enviudado hace poco, pero eso es otra historia. Y es su historia.

Solo me he puesto las mallas una vez. Se me rozaron las piernas. La entrepierna, para ser exactos. Ahí las guardo en el armario, pero ya no me las pongo ni para marcar paquete delante del espejo. Salgo a correr con un pantalón gris de algodón del año de la tana (no sé qué o quién es la tana, si es nombre propio o no; pero me da pereza mirarlo). Y aquí, salgo en bañador.

Saludo al tipo de las mallas y sigo. Al rato me adelanta una bicicleta de montaña. El ruido de la cadena al engranarse en los piñones se escucha por encima de la música de mis auriculares. ¡Y menos mal! Yo voy absorto y, si no le llego a oír, igual me atropella.

Este erial con sus caminos de tierra debe tener algún acceso para los coches, porque encuentro dos aparcados. En uno de ellos, vislumbro movimiento en su interior y me parece ver cómo alguien trata de cubrir, con una camiseta o similar, el cristal de la ventanilla trasera que tiene las vistas a mi trayectoria. Giro la cabeza hacia otro lado para no resultar indiscreto. Soy algo miope, corro sin gafas y, a cierta distancia y con poca luz, no veo un pimiento. Pero los amantes no lo saben y a mí me da mucho respeto que se sientan importunados.

He visto, al pasar, una tienda de campaña en la playa. Eso fue cerca del primer coche. Ahora he dejado ambos atrás y se hace un silencio. Es la pausa entre dos canciones. No se oye nada. Solo mi respiración. Entonces arrancan los compases de una canción de Silvio que me recuerda a ti. Siempre que salgo a correr vienes conmigo.

Llevo veinte minutos. Son poco más de las siete. Ceso la carrera y me dirijo al mar. Me descalzo cerca de la orilla. Parece un lago. Plano. Aquí no se oye más que el murmullo del agua rompiendo en la orilla. Al salir de casa cantaban multitud de pájaros. Es el sonido de las madrugadas en cualquier lugar, salvo a la orilla del mar. Estoy rodeado de gaviotas, pero son gaviotas mudas. Ni graznan.

Sumergirte en el mar cuando estás sudando y aún no ha salido el sol es... (a ver qué pongo yo aquí para que no quede cursi). ¡Es la leche! No es muy poético, pero todo el mundo lo entiende. Es "la hostia", también, pero suena más fuerte. A blasfemia. Y no es plan. Por cierto, que hostia se escribe con hache. Sin hache, también, pero entonces es con mayúscula, porque es el nombre de una ciudad de Italia. A lo mejor por eso lo escriben a veces sin hache. Porque hacen referencia a esa ciudad. Debe de ser muy grande, o muy bonita. No lo sé, no la conozco.

Estaba en el agua, que me voy por las ramas. Sumergido hasta el cuello, mirando al horizonte, a levante. Por donde ha de salir el sol. Pero hay bruma.

También hay gente pescando. Se ponen en la orilla, con unas cañas muy largas. Lanzan con fuerza el aparejo y dejan la caña clavada en la arena mientras esperan sentados en una silla plegable. Están solos. Pasan aquí la noche. Algunos vienen de lejos. Tengo dos a mi lado. A la derecha y a la izquierda. A unos doscientos metros.

Hay un hombre que se baña desnudo y luego se tumba a tomar el sol. Tiene un estoma. Hoy no le he visto.

Un tipo se pasea por la playa con un detector de metales. Se parece a esos cacharros que se ven en las películas de guerra para detectar minas. Viste un bañador de bermudas, una camiseta blanca con la Union Jack pintada en el pecho y cubierta con una camisa beige desabrochada y arremangada, y un chambergo gris en la cabeza. En el bolsillo del bañador asoma el mango de plástico de una pala o un rastrillo, que no lo sé. Tampoco sé qué es lo que busca en la arena. Supongo que monedas o alguna joya que alguien haya extraviado, porque las latas vacías no creo que le renten mucho. Teniendo en cuenta que en esta parte de la playa viene poca gente y lo suele hacer en porretas, no le auguro mucho éxito. Pero ¿quién sabe?

Una pareja a la orilla del mar. Ella está recostada boca abajo sobre el vientre de él, cubriendo su desnudez. Él la acaricia el pelo. En esa calma que se produce después de haber hecho el amor. Me inspira ternura, y un poco de envidia, su falta de pudor. Yo quiero pasar una noche de verano así contigo. Desnudos en la orilla del mar.

El sol ya está alto. Las nubes no me han dejado verlo asomar. Ya se me ha secado la piel. Me gusta el sabor a sal de la piel. Me gusta besarte después de haberte bañado en el mar.

Me vuelvo a casa. Voy a hacer café. ¿Te vienes?
 




lunes, 21 de julio de 2014

El viento.

No puedo fotografiar el viento. Es una lástima porque es bonito.
Esta mañana el sol se asomaba a un nuevo día calmo. A un mar tranquilo, casi sin olas.
Seis horas después sopla un levante tan fuerte que, si la playa fuera de arena fina, tendríamos que llevar tagelmust para protegernos la cara, como los tuaregs.
Lo bueno del viento es que no sientes el calor del sol, que ahora está en el cénit. Estoy a unos veinte metros de la rompiente y me alcanzan algunos rociones cuando las olas son más altas.
Lo malo es que no te puedes levantar de la toalla sin estar dispuesto a correr los cien metros lisos detrás de ella, si se tercia (y se tercia, sí).
A Evaristo le fastidia que haya viento. Es normal en su caso. Evaristo es un hombre con mucha vida vivida en su mirada y muchos años pintados en los surcos de su cara. Lleva el negocio de hamacas del trozo de playa donde me suelo aposentar. Yo no uso hamaca. Ni silla. Soy más de suelo, de tierra. Así que no soy cliente suyo, pero le saludo todas las mañanas y ya sé que su hijo y yo somos tocayos. Evaristo es un tipo menudo pero recio. Brazos nervudos y delgados, y la piel adornada por una cartografía de vitíligo. Es simpático. No apea la sonrisa. Y tiene acogidos en adopción temporal a todos los niños de cien metros a la redonda, sean clientes suyos o no. En esa guardería improvisada, Evaristo tiene juguetes, cubos, palas de escarbar y palas de pelotear, hinchables... Cuando sopla mucho viento, se le vuela la clientela.
Hace un par de días –entonces era poniente y bufaba menos– se me lamentaba de ello: "Tengo gente contratada para la jornada y..."
–Evaristo–, le dije, –habrá que ponerle buena cara al mal tiempo.
–Pues también es verdad–, me respondió. Y lo dijo manteniendo la sonrisa que no había aparcado ni para emitir la queja, con la calma que da la sabiduría de los años, de comprender que de nada sirve enfrentarse al destino.
Tampoco al viento.