sábado, 8 de octubre de 2016

Huele a leña.

Ha caído la noche y la luz los faros del coche rasga la oscuridad dejando intuir el trazado de la carretera que se retuerce  entre montañas. Como si la noche fuese un papel de estraza que envolviera un cuadro y los faros fueran una mano invisible que rompiera una franja del papel, de arriba a abajo, dejando ver un poco del dibujo, y lo volviesen a cubrir de nuevo, para romperlo luego por otro sitio en la siguiente curva.

En los pueblos, una hilera de farolas convierte la carretera en calle durante unos centenares de metros, las casas tienen cerrados los postigos.

Bajo un par de dedos las ventanillas y, al pasar por esas calles, huele a leña.

El hielo se derrite en el vaso. Hace calor sentado cerca de la estufa. Nadie queda ya en la cantina del albergue. Salgo a la calle para sentir el relente de la noche y, al abrir la puerta, huele a leña.

Ya no queda luna a estas horas. Solo estrellas. Muchas. Se intuyen en la oscuridad las montañas que me rodean, imponentes y fantasmales sombras gigantes. Orión me vigila cuando cuando regreso. Con su mirada severa  quiere cerciorarse de que me recojo a tiempo.

Un mastín roe un hueso de vaca a la puerta y, al entrar de nuevo en la casa, huele a leña.

Me acuesto en una litera de este cuarto de catorce camas, donde parece que todos duermen y alguno ronca un poco y, al dejar descansar mi cabeza en la almohada, mi pelo huele a leña.

Me arrebujo bajo un edredón que da mucha calor y, al repasar los acontecimientos de la semana, mi corazón huele a leña.





viernes, 26 de agosto de 2016

A la luz del cigarro.

Cuando éramos niños, Fito nos llevaba a pescar a mi padre y a mis hermanos a bordo del Breamo, haciendo que nos acompañara Lameiro “El Viejo”. Quedábamos en el embarcadero del puerto de Puentedeume antes del amanecer, con las legañas pegadas a los ojos y un jersey para protegernos del relente de la madrugada de agosto de la ría de Ares. En aquellos tiempos en que no había GPS, nuestra carta de navegación eran los conocimientos del viejo pescador, que se presentaba en el muelle con dos cubos de plástico llenos de arena de la ría, recogida cuando la bajamar. La arena húmeda, que parecía lodo, estaba plagada de “miñoca”, un gusano que debía de ser un manjar para las fanecas. Lameiro guiaba a Fito por la mar plana de la ría hasta triangular al Breamo con el campanario de la iglesia de Ares, la Marola –un peñón que marca el límite donde la ría se abre al océano en su desembocadura–, y otro punto de la costa que nunca nos revelaba. Esas líneas invisibles marcaban el lugar donde un pecio hundido servía de cobijo a un ingente banco de peces. Allí, fondeábamos el barco y, con unos aparejos caseros que llevaban el plomo al final del sedal y cuatro o cinco anzuelos anudados un palmo por encima, llenábamos cubos de pescado. Algunas veces, por casualidad, se enganchaba algún pulpo. Lo notábamos por la tensión del sedal, que nos obligaba a tirar con  mucha fuerza. Cuando lo veíamos asomar por la superficie del agua, corríamos a alcanzar la red sujeta por un aro al final de un palo, para intentar atraparlo antes de que se desenganchara y se escapara, nadando hacia el fondo, entre una nube de tinta.

En otras ocasiones, con el motor del barco al ralentí, pescábamos al curricán atravesando los bancos de parrocha, que delataban su presencia porque hacían “hervir” el agua lisa de la ría por allí por donde nadaban. Un poco más profundo, las xardas voraces, que las perseguían, algunas veces las confundían con la sardinilla artificial de plástico brillante, anudada al final de nuestros sedales, y que tenía en la cola un anzuelo de cuatro puntas, como el ancla de rejón que llevábamos a bordo. Fito se cubría la cabeza con su gorra marinera de plato, blanca y con la visera azul y un ancla bordada en la frente, y hablaba por la radio del barco en una jerga que, para mis oídos de niño, sonaba entre cómica y solemne:

–Aquí el Breamo en barra náutica. ¡Atención! ¿A ver si me copias? Cambio.

Aquellas mañanas de pesca terminaban en banquete en La Penela, el club náutico de Cabañas, donde nos preparaban nuestras capturas fritas y rebozadas en harina.

En otros ratos del verano, Fito venía a Cangas y mi padre hacía una paella en el alto del Acebo o en el puerto de Leitariegos. Nos trasladábamos por esas carreteras preñadas de curvas y baches “a bordo” de su “Dos Caballos” amarillo, al que había quitado la capota. De pie sobre el asiento de atrás y agarrados a la barra del techo, sus hijos, mis hermanos y mis primos cantábamos “A la luz del cigarro voy al molino”, entre risas y a pleno pulmón, jaleados por Fito que nos pedía que la repitiéramos una y otra vez. Otra se sus melodías preferidas era “El Cóndor Pasa”. La tenía grabada en un casette de música andina y me la hizo aprender a tocar con la flauta.

Recuerdo a Fito siempre de buen humor y gastándonos bromas a los niños. Era un maestro de la socarronería gallega, que nos amenazaba con “fondearnos” si no obedecíamos sus órdenes de capitán. Afable y temperamental a la vez, con una personalidad fuerte, envolvente y atractiva, levantaba la voz al hablar. Rígido en sus convicciones –alguien las llamaría rarezas–, siempre he creído que sus cabreos eran fingidos, pues se le terminaba por escapar la sonrisa después de abroncar.

En las contadas ocasiones en que hablábamos por teléfono, la conversación empezaba entonando los dos “A la luz del cigarro”. Luego me preguntaba por mis padres, mis hermanos y las perrusquiñas, que era el apelativo cariñoso con que se dirigía a las niñas.

La última vez que le vi fue en la terraza del Martiño. –¡Coño! ¡Atención, tripulación! ¡ ¡Cuádrense: capitán en cubierta!– Fue su saludo, al que le respondí –¡A la orden mi almirante!–, antes de fundirnos en un abrazo.

Adolfo Rey Seijo –Fito– era marinero y era cirujano. No creo que hubiera podido ser una cosa sin la otra. También era gallego. Mamó la mar en la desembocadura del Eume, y su vocación le llevó a embarcarse como cirujano de la Armada. Para mí, ha sido una mezcla de padre, hermano mayor, amigo, mentor y, además, compañero de oficio. Cuando recibí la noticia de su partida, me encontraba en Melilla con la primera cerveza que encontré tras cinco días de abstinencia en Marruecos. No puede ser casualidad que, por esas latitudes, fuera una “Estrella de Galicia”, ni que un par de horas después me tuviera que embarcar rumbo a Almería.

Desde el puente que asoma a la proa de este barco –el Sorolla– escribo estas líneas en tu memoria. El viento frío y húmedo me alborota el pelo. Igual que de niño, en aquellos amaneceres de verano, cuando me sentaba en la proa del Breamo mirando romper las olas contra la quilla. Y, mirando a al mar, me pongo a cantar “A la luz del cigarro”. No se me ocurre que pudiera hacerte mejor homenaje, Fito, ahora que estarás navegando entre las estrellas a bordo del Breamo.

Desde el Mar de Alborán, el 26 de agosto de 2016.


“A la luz del cigarro voy al molino.
Si el cigarro se apaga,
si el cigarro se apaga,
si el cigarro se apaga, morena, yo voy contigo.”


lunes, 27 de junio de 2016

El regreso

Escribo desde el avión que me está sacando de Chad, después de estos trepidantes veinticuatro días. Son las seis de la mañana. He podido ver salir el sol a través de las ventanillas de mi derecha, mientras las escasas luces de Djamena se hacían pequeñas a mi izquierda.

No me gusta llamar “proyecto” a EnganCHADos. He asistido, inicialmente más como espectador, luego subiendo a ratos al escenario, a cómo se ha ido fermentando esta marea de ilusión entre quienes trabajamos en el Hospital de Fuenlabrada, y otras muchas personas que, quién sabe por qué enredos de los hilos que tejen nuestras vidas, nos habéis conocido y os habéis ilusionado también con nosotros. Me he admirado y emocionado viendo cómo familias de los colegios de nuestros hijos, parientes lejanos con los que no nos da la vida relacionarnos a menudo, compañeros de academias de pintura o de teatro, amigos de grupos de ocio y actividades de tiempo libre, conocidos cercanos y lejanos de redes sociales, muchísimas personas que por el motivo que sea nos conocen a los que, desde el hospital, participamos en esta iniciativa, nos habéis seguido, os habéis implicado y habéis participado en algunos de los eventos (teatro, exposiciones, mercadillos, conciertos, torneos, carreras…) y arrastrado a otros a que lo hagan.

Sabiendo de esta ilusión he querido acercaros mis vivencias y sentimientos a través de las pequeñas crónicas que le he ido mandando a Javier de la Torre, cuando la precariedad de las conexiones de Internet me lo han permitido, para que las publicase en el muro de Facebook.

He creído que tendríais tanta ilusión por saber, por conocer, como desbordáis cuando participáis en nuestros eventos y arrastráis a otros a hacerlo. A juzgar por algunos mensajes que me han llegado, así ha sido. La misma ilusión e interés que yo por vivir de primera mano cómo es el corazón pobre y enfermo de África, cómo se lucha contra la enfermedad con la carestía de medios y el exceso de insalubridad.

Muchas escenas, situaciones y sentimientos se me han quedado en el tintero, pero me he propuesto irlas dando forma de trazo y sacarlas a la luz.

Quiero tener un reconocimiento especial para las personas que me acompañan en este viaje de regreso. Anita, la ginecóloga que conoció Rosa en un congreso y que lió para esta aventura en una llamada de teléfono y que accedió sin pensarlo dos veces. Ha demostrado ser una gran profesional, ambiciosa por mejorar y aprender, por adquirir más recursos aún de los que tiene para poder ayudar. Ha trabajado muy duro, sin descanso llevando el busca que la ha despertado varias veces casi todas las noches desde la Maternidad. Se ha ocupado y preocupado de situaciones muy difíciles, haciéndolas frente con entereza y buen hacer. Me ha prestado las palabras con su conocimiento fluido del francés. in su presencia no habría podido hacer este viaje.
Alejandro y Sylvia, un matrimonio mejicano, anestesista y médico de urgencias respectivamente. El azar les llevó a contactar con nosotros, se enteraron de que buscábamos médicos que quisieran ir a St. Joseph, y se liaron la manta a la cabeza, cruzando el Atlántico y dejando sus trabajos, para venirse hasta lo más profundo del África más profunda. Habían apostado por permanecer hasta agosto, pero se quedaron solos al frente del hospital a la semana de haber llegado. Carmen finalizó su periodo de estancia y sor Elisabeth se ausentaba dos meses (para sustituirla me pidieron que viniese). Con eso, que ya era bastante, contábamos todos. Pero, además, el médico chadiano que estaba en plantilla se despidió. Las dificultades con el idioma, la sobrecarga impensable de trabajo que supone estar de guardia a tiempo completo todos los días, la necesidad de verse obligados a realizar cesáreas y atender patologías que les resultaban novedosas, y el precio que han pagado con su propia salud, ya repuestos, les han llevado a adelantar su vuelta. No lo han pasado nada bien. En realidad, lo han pasado bastante mal. Han dado mucho más de lo que se esperaría de cualquiera. Nuestra presencia en este mes les ha ayudado a aguantar el tipo. Para ellos, todo mi reconocimiento y mi agradecimiento en mi nombre y en el de todos los EnganCHADos.

De mi viaje me quedo con muchas cosas que no puedo concretar ahora, que habré de reposar. Algunas voy a dejar escapar.

Una es que tenemos que coordinarnos mejor con la institución de St. Joseph para que ellos nos sepan transmitir cuáles son sus necesidades más inmediatas. No solo a corto plazo, para poner parches y tapar agujeros, si no a la larga para que los agujeros que surjan sean cada vez más pequeños. Cuando uno se está ahogando, busca la manera de dar la siguiente bocanada y no es capaz de dirigir el esfuerzo que gasta en mover los brazos para que le lleve a la seguridad de la orilla. Pero no siempre lo que desde Fuenlabrada percibimos como necesario se ajusta a lo que realmente desde Bebedjiá están necesitando.

Otra es que tenemos que coordinarnos mejor con otros grupos que también les ayudan para hacerlo todos en la misma dirección y de la mano del propio hospital.

Y la última es que tenemos un potencial enorme para ayudar a esta gente. Lo que al principio de nuestra andadura se me antojaba como una empresa imposible y utópica –ayudar a hacer sostenible el Hospital de St. Joseph–, lo veo ahora posible. Lo veo así, porque sé de la ilusión con la que trabajamos en Fuenlabrada y sé de la ilusión con la que se trabaja en Bebedjiá.

Pero para esto también hace falta dinero. Sí, el maldito dinero. El que nos cuesta ganar y que no nos llega a fin de mes, el que no sabemos cómo estirar para pagar la hipoteca o los libros del colegio de nuestros propios hijos, o el recibo de la luz. Y solo hay una manera: ser muchos. Muchos más. Muchísimos más EnganCHADos que, con pequeños gestos (el euro al mes, la participación en las actividades culturales y lúdicas, la suscripción…) sumemos mucho. Que, como dicen en mi tierra, “pedrina a pedrina, fizo el mio Xuan una casina”.
Alfonso, tengo que darte la enhorabuena por haber prendido esta mecha y por el logro que ha supuesto arrastrarnos a todos en esta aventura. Esa libreta que me regalaste viene cargada de vivencias y de sentimientos que compartir. Ahora ya comprendo por qué te has enganchado a este lugar.



Daniel Huerga, el 27 de junio desde el cielo sobre algún lugar de África.

sábado, 25 de junio de 2016

El lipoma

Una mujer llegó a la consulta la semana pasada. Tenía una tumoración grande en el antebrazo derecho. Del tamaño de una naranja pequeña. Ocupaba, pues, todo el ancho de la extremidad. Nos dijo que la tenía desde hace siete años y que le había ido creciendo poco a poco. Ese crecimiento tan lento, hacía poco probable que fuera maligno.

Un lipoma es una tumoración benigna de las células que contienen la grasa. Es una entidad muy frecuente. Generalmente, se forman debajo de la piel, que es donde tenemos acumulada la mayor cantidad de tejido graso en el cuerpo. A veces se forman en otros lugares más profundos de nuestra anatomía (entre los músculos, en el interior del abdomen, en la región lumbar…). Al fin y al cabo, tenemos grasa en todos esos lugares. Los lipomas siempre son benignos. Existen tumores malignos formados a partir de las células de la grasa, pero son muy infrecuentes. Les llamamos liposarcomas. Es muy raro (imposible no hay nada) que un lipoma se malignice con el paso de los años. Es más probable que, en caso de que el tumor sea maligno, lo sea desde el principio y crezca rápido.
Exploré a la mujer y la programé para quitarle el tumor del antebrazo. Operar un antebrazo es un pequeño reto para un cirujano. Entre los varios paquetes musculares que tienen la función de flexionar los dedos y la mano, pasan las arterias que le llevan la sangre y los nervios que hacen que esos músculos se puedan contraer, o que recogen la sensibilidad de los dedos. Una tumoración tan grande, aunque sea benigna, ha podido desplazar de su lugar original esas estructuras, y hay que conocer bien la anatomía y ser un poco meticuloso para no lesionarlas.

A ello me puse una mañana de junio. Al abrir la piel y separar el músculo, pude identificar claramente que se trataba de lo que había sospechado. Con cuidado lo fui separando de las estructuras que lo rodeaban, hasta extraerlo. En su parte más profunda llegaba hasta el hueso. Terminé la operación cerrando la piel y dejando un pequeño drenaje por si se acumulaba sangre en las horas de después. Al final, una operación poco agresiva, sin más riesgo, a priori, de complicación que una hemorragia (poco probable), o una lesión inadvertida de algún nervio, que descarté con una sencilla exploración, una vez desaparecieron los efectos de la anestesia. Un éxito, vamos.

Esa tarde, la mujer tenía una fiebre muy alta (40ºC), que le hacía delirar, y una tiritona que parecía que estuviera convulsionando.

Una herida de una cirugía como esta se puede infectar (todas las heridas se pueden infectar), pero no es probable. Y es casi imposible que lo haga en menos de seis horas. Los signos de infección aparecerían pasados unos días. Cada vez que, en este lugar de África, un paciente ingresado, o que entra por la puerta del hospital tiene fiebre, y más una fiebre tan elevada, tiene paludismo mientras no se demuestre lo contrario.

Lo primero que hice fue solicitar el test de la malaria. Es una prueba sencilla. Se llama “gota gruesa”. Consiste en colocar una gota de sangre sobre un cristal y mirarla al microscopio. Si se ven los protozoos causantes de la enfermedad (el plasmodium), el paciente tiene paludismo. Algunas muestras de sangre de aquí tienen más plasmodios que glóbulos rojos. La de mi paciente, también.
Le prescribí quinina intravenosa. Es el tratamiento más fuerte que hay. El brote de malaria, con delirio y estado semicomatoso que la mujer presentaba, también lo era.


Cuando, a la mañana siguiente, llegué al control de enfermería, me saludaron con la noticia: la mujer había muerto esa madrugada. No le sirvió de nada haber recuperado la estética de su antebrazo. A mí, la satisfacción de haber hecho una cirugía meticulosa, tampoco.

En Bebedjiá, el 25 de junio de 2016.

viernes, 24 de junio de 2016

Las cunas de la maternidad

Comenzamos cada día nuestra labor pasando visita por la maternidad. Así, la primera mañana en Bebedjiá, la obstetricia fue la primera impresión que nos llevamos del hospital. Había una mujer acostada en su camastro. Había parido esa misma noche y tenía a su hijo recién nacido acostado a su lado. La respiración del niño era muy rápida y superficial. Se lo llevaron a colocarle una mascarilla con oxígeno. En realidad, no tenemos oxígeno, si no un aparato que concentra el oxígeno del aire. Está en el quirófano. Al poco rato, murió.

En otra de las camas, había una mujer que también había parido esa misma noche, pero no había ningún recién nacido acostado a su lado. Había nacido muerto.

En las dos semanas y pico que llevo en el Hospital de St. Josepf en Chad, de promedio, han nacido unos cuatro niños al día. Alrededor de veinte. La mitad han nacido muertos.

Algunos han sido abortos tardíos. Otros, niños a término de su edad gestacional que han muerto por sufrimiento fetal durante el parto. Estos últimos, las mujeres habían llegado al hospital ya con el feto muerto dentro de su vientre, tras muchas horas, a veces días, de trabajo de parto en sus casas o en centros de salud.

La maternidad da mucho trabajo. Continuado. A todas horas. Anita, la ginecólogo que me ha acompañado en este viaje, no tiene descanso. Muchas noches la han llamado o se ha tenido que levantar para vigilar a alguna parturienta pero, curiosamente, después de dos semanas no habíamos tenido que realizar ninguna cesárea. Anita no se había estrenado con la cirugía obstétrica.

Una cesárea supone una cicatriz en el útero. Una cicatriz es una zona de debilidad. No hay cultura en Chad de control de la natalidad. En realidad, no hay ningún control de la natalidad. Las consultas por infertilidad son de mujeres que tienen varios hijos y que están preocupadas porque hace dos años que no se quedan embarazadas. El papel social de las mujeres, asumido por ellas, es parir y parir y parir. Parece que sea el objetivo de sus vidas.

No tenía mucho sentido haber indicado cesáreas, dado que los partos que habían presentado alguna dificultad ya venían los bebés muertos. No había prisa por sacarlos. No había riesgo de que el niño sufriera algún daño en el canal del parto. No había niño. Y, cuando la mujer se volviese a quedar embarazada unas semanas más tarde y llegase el momento del parto, se elevaba la posibilidad de que se le rompiera el útero. Una ruptura uterina es muy grave. Supone la muerte de la mujer por hemorragia si no se consigue quitarlo inmediatamente y quitar un útero de gran tamaño, que acaba de albergar un niño dentro, tampoco es fácil. Tiene sentido tratar de evitar cesáreas innecesarias. Es una manera de evitar riesgos futuros.

El 19 de junio era domingo. Se preveía tranquilo. Pasamos visita sin madrugar y gastamos el día en enredar por el recinto del hospital, pues llovió fuerte durante todo el día. Se cumplían dos semanas sin que hubiésemos tenido que hacer ni una cesárea. Había una mujer de parto desde la tarde anterior. Era su segundo embarazo. El primero, había terminado en cesárea y el niño no había sobrevivido. En este, aún no había nacido y ya estaba muerto. El parto no progresaba. Anita quería evitarle la segunda cesárea, pero la familia insistía en que quería que la operásemos para sacar al feto muerto. Aquí las familias “mandan mucho”. No se puede operar a nadie sin el consentimiento de su familia, aunque el paciente sí haya dado el consentimiento. Eran las 7 de la tarde y Anita indicó la intervención. Pasamos a quirófano. No había prisa. La salud del bebé ya no corría peligro. Cuando estábamos terminando la operación, se asoma una matrona para avisarnos que ha llegado otra mujer y que el niño viene “en transversa” y con una mano asomando por la vagina. Esto sí corría prisa. Si el niño estaba vivo, había que sacarlo lo antes posible.

Pasamos a la segunda mujer al quirófano. Incisión y apertura muy rápidas, Con las manos y el bisturí. Sin perder tiempo en hacer hemostasia. Ya se hará luego. Apertura del útero. Sacar el bebé, cortar el cordón. No tenía buena pinta. Ese niño presentaba signos de haber tenido sufrimiento fetal. El parto había comenzado 24 horas antes y la mujer había llegado al hospital haría unos 24 minutos. Alex, el anestesista, trató de reanimarlo ayudado de la matrona. No hubo manera. A los pocos minutos de haber nacido, su corazón dejaba de latir.

Volvamos a la madre. La teníamos abierta sobre la mesa de quirófano. Antes de sacar al niño, ya nos habíamos dado cuenta de que el útero tenía un hematoma en la cara posterior. Mientras lo cerrábamos, el hematoma se iba haciendo más grande. Tantas horas de parto, su séptimo embarazo, el útero se había roto. Tratamos de parar el sangrado, pero el hematoma se hacía cada vez más grande y la mujer estaba presentando signos de shock por hemorragia. No quedaba otra que quitar el útero, mientras la matrona salía a pedir a los familiares sangre para la paciente. Ya habíamos perdido al bebé, queríamos evitar perder también a la madre.

Salimos tarde del quirófano aquella noche. Cenamos, cansados, las sobras de la comida (íbamos a comprar la cena a la hora en que “comenzó el baile”).

En el pase de visita, a la mañana siguiente, la maternidad estaba tranquila, como una playa cuando ha pasado la tormenta. En la maternidad colocan a las pacientes operadas en una sala aparte de las que han dado a luz de forma natural. En esa sala había dos mujeres. Nuestras dos pacientes de anoche, ya recuperada la segunda de la hemorragia. Había algo más en lo que no me había fijado hasta ahora. Estaban allí, al lado de las camas: eran las cunas vacías de los niños muertos.


En Bebedjiá, la noche de San Juan de 2016.



lunes, 20 de junio de 2016

Etolie

A las 8 y media de la mañana ya hemos pasado la visita en la maternidad y en la planta de cirugía.

En un pasillo esperan cuatro mujeres para hacerse ecografías ginecológicas. La primera lleva un recién nacido en brazos y no aparenta la edad de ser la madre. Tampoco es a ella a quien le han pedido la ecografía, si no al bebé. Yo estoy dentro de la sala del ecógrafo comprobando si funciona la captura de imágenes en un ordenador que nos ha donado un proyecto de la Fundación Telefónica, y escucho a Anita preguntarse en voz alta con su acento italiano, tras leer la petición.

—¡No entiendo nada! ¿Pero a quién quieren que le haga la eco? ¿Al bebé? ¿De qué le voy a hacer una eco al bebé?

Giro la cabeza y descubro, a la vez que ella cuando retira el paño en el que viene envuelto, que al bebé le han dejado un largo cordón umbilical. Fuera del abdomen se ven con claridad los intestinos del recién nacido, recubiertos por una membrana transparente, en que se ha convertido el cordón. Es una malformación congénita llamada onfalocele. En condiciones "normales" se habría diagnosticado durante el embarazo en los seguimientos ecográficos programados. Se habría programado el parto en un hospital con Cirugía Pediátrica y el recién nacido habría sido intervenido con todas las garantías de seguridad y de cuidados perinatales y postoperatorios.

Aquí, no hay nada de eso.

No hay seguimientos ecográficos de los embarazos. Ni ecográficos ni de ningún otro tipo. No hay seguimiento.  No hay Cirugía Pediátrica. No hay cuidados perinatales. Si no se corrige el defecto en las próximas horas, la pérdida de líquido por trasudación a través de esa membrana llevará al recién nacido a la muerte por deshidratación. Si se corrige el defecto y se mete todo el intestino dentro el abdomen, la presión abdominal aumenta y puede impedir que los pulmones se expandan adecuadamente. Es ese caso, requerirá un soporte respiratorio que aquí no se le puede dar, y se morirá en pocas horas. Anestesiar a un recién nacido tampoco es sencillo. No tenemos cánulas de intubación orotraqueal de su tamaño. Habría que hacerle una sedación que le deprime la capacidad de respirar, por lo que habría que ventilarlo a mano hasta que elimine de su organismo todo el resto de mórficos o de anestésicos. Tampoco tenemos oxígeno. Hay un aparato en el quirófano que concentra el oxígeno del aire. Lo trajimos en una misión anterior. Hace un ruido infernal que nos ameniza el trabajo, compitiendo con la ópera que suena en el móvil de Alejandro. Solo se puede usar ahí: a las dos de la tarde cortan la luz y solo hay electricidad en el bloque quirúrgico. Todo son facilidades…

Nuestro primer impulso es enterarnos de si existe algún hospital en Chad que pueda ofrecer esos cuidados y que esté a una distancia razonable que permita el traslado en pocas horas. Preguntando al personal que trabaja en St. Josepf, y con la ayuda de Cecile –una médico italiana que lleva muchos años viviendo en Chad–, nos dicen que hay un hospital en Goundi en el que trabaja un cirujano Chileno que ha operado tres casos de onfalocele. Lo que no me han dicho es si han sobrevivido. Contactamos con Goundi y nos autorizan al traslado. No sé dónde queda ese lugar. Me dicen que a tres horas en coche. No sé si ese hospital estará mucho mejor dotado que este, a tenor de lo poco que he visto del país. Rafaela, una enfermera italiana que trabaja en la pediatría, dice que no. Al menos el cirujano tiene más experiencia que yo.

Mientras, mando un mensaje a Alfonso y Javier. Son los dos cirujanos implicados en el proyecto EnganCHADos que tienen “la culpa” de que yo esté ahora en el Chad. Les pido que me manden bibliografía y que contacten con algún cirujano pediátrico para pedirle consejo. También a Juan, el eficaz bibliotecario del Hospital de Fuenlabrada y participante muy activo del proyecto, le solicito bibliografía. Esto no es tan sencillo. No tengo conexión a Internet en todo Bebedjià, salvo unas horas al día en un despacho que está a 200 metros de donde me encuentro, y hasta donde me tengo que desplazar. Esta mañana, funciona. Estamos de enhorabuena.

Aún no hemos hablado con la familia del bebé, y puede que se nieguen a su traslado. Por la intervención les pueden cobrar unos 40.000 CFA (francos centroafricanos; equivale a 60 euros) y por el traslado, otros 40.000 más. Eso suma 120 euros, que es el salario mensual de una persona con un buen trabajo (las responsable de la farmacia de St. Josepf, por ejemplo). La madre está internada en el centro de salud donde parió. Le quedó un resto de placenta en el útero. A la criatura la trajo su abuela. El padre no está aquí y lo han mandado buscar. Es él quien debe decidir si se traslada.

Durante la espera, desde el despacho del internet, entre mensajes al móvil y correos electrónicos, recibo la información que buenamente me pueden proporcionar. Si se da el caso, con estos mimbres tendré que hacer el cesto. El último mensaje de Alfonso que me entra en el teléfono cuando estoy regresando, antes de perder la conexión WiFi es “Daniel, tú eres la mejor opción que ese niño tiene ahí”.

El padre es un hombre alto y delgado con semblante tranquilo, casi risueño a pesar de la situación. Habla francés. Anita le explica la situación y la posibilidad de traslado a Goundi. El hombre la escucha con atención, sin interrumpirla. Cuando Anita termina de hablar, nos responde inmediatamente, como si ya tuviera tomada la decisión antes de la conversación. Su tono de voz es como su rostro. Habla pausado.

–Dios ha querido que esté aquí. Se tiene que operar aquí. Si no sale bien, será la voluntad de Dios.

Esto ocurrió hace dos días. Nos llevamos al bebé al quirófano. Alejandro lo sedó un poquito, sin pasarse, le dije. Primero comprobamos si, al meter los intestinos dentro del abdomen, seguía respirando bien. Cuando vimos que la saturación de oxígeno no bajaba, con la ayuda de Anita cerré parcialmente el defecto con una sutura, lo suficiente para que no se volvieran a salir, y le recorté el cordón umbilical dejando solo unos pocos centímetros. Como se lo dejaron a mis hijas al nacer.

La madre de la criatura llegó esa misma tarde y el bebé pudo empezar a mamar. Anita comprobó con el ecógrafo que a la mujer ya no le quedaban restos de placenta. La criatura ya no se va a deshidratar y, en vista de que no tiene problemas respiratorios, dentro de unos días, antes de mi regreso a España, le termino de cerrar completamente el defecto del abdomen.


Al acabar cada intervención, apuntamos los datos del paciente en un libro de registro. Abdulay, el enfermero de quirófano, me dictaba el nombre de la niña: Etolie. Significa estrella.

En Bebedjá el 20 de junio de 2016

viernes, 17 de junio de 2016

Los viejos amantes

Ella siempre está a su lado. En silencio. Un silencio que hace aún más evidente su presencia y su mirada. Me mira siempre que se cruza conmigo. A los ojos y en silencio.

Cuando paso la visita a los enfermos ingresados, ella está en silencio sentada en la cama de al lado y me mira.

A él le curo las heridas todos los días. No se le ha escapado nunca ni un gemido. Le veo apretar los dientes y cerrar los ojos en un rictus de dolor cuando le hurgo con las pinzas entre los tendones de la mano, sin quejido alguno. Al salir de la sala de curas, ella le espera en silencio de pie en un extremo del pasillo del “bloque quirúrgico” y me mira.

Luego se separa de la pared y se dirige hacia él. Lo toma por el brazo y le acompaña hacia la salida del pasillo. En silencio.

Les he observado. Al principio, casi como por descuido. Luego me percaté de la constante y silenciosa presencia de ella y de su mirada. A él también le mira. Les he visto sostenerse miradas largas, serias de preocupación a la vez que tiernas de amor. ¡Cómo le mira ella!

Ahora les sorprendo en sus paseos, juntos y en silencio. Caminan altos, erguidos, con majestuosidad y paso lento.

Él es el hombre con la diabetes descompensada, que tiene una infección seria en la mano y en el sacro, que ha necesitado una insulina que no había, que ha costado conseguir. Está mejor. Ya no necesita insulina y eso es señal de que la infección remite.

“Y se cogen de la mano los viejos amantes.
Se miran y lo saben todo.
No tienen que decir nada, ninguna palabra.”


Mañana le tengo que llevar de nuevo al quirófano para hacerle una cura más exhaustiva de la mano. Tengo ahora una razón más poderosa para luchar por que no la pierda: que ella le pueda seguir cogiendo de la mano mientras le mira en silencio y de esa manera.







miércoles, 15 de junio de 2016

El examen del liceo.

Me vienen a buscar al quirófano. Es Cecilia, una médico italiana que ha aparecido ayer por aquí. Es especialista en enfermedades tropicales y trabaja en un centro de salud de la zona. Le han pedido que venga a echarnos una mano. Se agradece. 

–Daniel, hay un chico en la consulta que me parece que tiene una apendicitis.

La apendicitis es un diagnóstico que le decimos “clínico”. Esto es, que se hace preguntando adecuadamente al paciente sobre la evolución de su dolor y otros síntomas, y palpando el abdomen. La reacción del abdomen a esa palpación, el lugar donde duele y la forma de la que duele nos dan información para concluir que el paciente tiene una apendicitis. Cuando una persona experimentada en “tocar barrigas” sospecha una apendicitis, acierta en el 95% de los casos.

Termino de operar y voy a ver al chico. Tiene 16 años. Cuando tenemos dudas en el diagnóstico, recurrimos a la ecografía o al TC. Aquí no hay TC, pero hay un ecógrafo. El problema es que no hay radiólogo. El radiólogo soy yo y no soy radiólogo. Puedo coger la sonda del ecógrafo, pasarla por el abdomen y tratar de jugar a interpretar lo que adivino que veo. Pero no es lo mismo. Con el apéndice es menos. He pasado muchos ratos al lado de los radiólogos cuando le han hecho una ecografía solicitada por mí a un paciente con sospecha de apendicitis. No resulta fácil. El apéndice es una estructura fina, no siempre consiguen verla, cuando la ven, a veces no se diferencia muy bien de un asa de intestino delgado, y se emplea una sonda diferente de la que se usa para la ecografía abdominal convencional, que yo aquí no tengo. 

Interrogo al chico, le palpo el abdomen, y claro, lo que se dice claro, no lo tengo. Pero tampoco tengo claro que no sea una apendicitis. Es uno de esos casos en los que le habría pedido una ecografía. En estas circunstancias, habida cuenta del medio en el que estoy, me parece más seguro operarle y encontrarme que no tenía apendicitis, que arriesgarme a que progrese a una peritonitis. Aquí, sin UCI ni cuidados postoperatorios adecuados, eso puede ser mortal. Ya he agotado el cupo de milagros semanales con el hombre de la isquemia intestinal. Doy instrucciones para que preparen el quirófano y me voy a resolver otro entuerto mientras me pasan al chico.

Al cabo de un rato se me acerca Raymond, para decirme en su francés con acento africano que el chico no se va a operar; que tiene un examen en el liceo y que no se lo quiere perder.

El liceo está a cien metros de donde me encuentro, en la finca adyacente al hospital. Lo primero que pienso es que no creo que el profesor tenga ningún problema en hacerle el examen otro día. Pero resulta que el examen en cuestión es el examen de grado de bachillerato, que dura tres días (debe de ser algo parecido a nuestra selectividad) y que no quiere renunciar al esfuerzo de su estudio y la oportunidad que supone.

Esto ocurrió el lunes. El examen termina el miércoles y el muchacho me promete que volverá al terminar el examen para que le valore. Mando que le pongan una dosis de antibiótico intravenoso y le dejo prescrito antibiótico oral. Me quedo mirándole, cuando sale camino del control de enfermería donde le van a administrar el medicamento y pienso:

–¡Olé tus huevos! Te mereces aprobar ese examen y que yo me haya equivocado en el diagnóstico.

Mañana es miércoles. Estoy deseando poder darle la enhorabuena y no tener que operarle.”



lunes, 13 de junio de 2016

Fractura de fémur.

El primer día que pasé visita había dos chicos que estaban tumbados en los camastros a consecuencia de un accidente de moto. África se mueve en moto. En moto he visto transportar hasta una cabra, atada sobre el depósito. Los habían traído dos noches antes. Uno de los chicos tenía la cara muy hinchada. El edema no le permitía abrir los ojos, y temían que tuviese una fractura de mandíbula. A mí no me parecía que estuviese muy grave, ni que la cara estuviese demasiado deformada, aunque un poco, sí. Le hice una exploración neurológica rápida, que fue normal. Le hicieron una radiografía de cráneo y cara. Para ello, había que desplazarle a otro hospital, porque en el nuestro no hay rayos X. En la radiografía no se veía nada. Cuando digo nada, es que era de tan mala calidad, que no se distinguían unas estructuras óseas de otras. Podría haber tenido rotos en cachitos todos los huesos de la cara, que habría visto lo mismo: nada. Le puse un corticoide para bajar la inflamación. Dos días más tarde, la inflamación de la cara había bajado mucho y se podían ver dos ojos negros asustados tras unos párpados aún congestivos. Le di de alta.

El otro chico tenía el fémur izquierdo fracturado y los enfermeros se lo habían inmovilizado con una férula. También había que hacerle una radiografía. Era muy poco probable que, a pesar de la inmovilización, el hueso estuviese alineado. En ese caso, habría que ponerle una tracción externa (colgar un peso a través de una polea, que traccione de la rodilla, para mantener el hueso alineado mientras se consolida el cayo de la fractura). Pero no era la fractura lo que me preocupaba del chico. Era su nivel de conciencia. Estaba claramente alterado. Y lo que es peor, el día anterior estaba bien. Tenía también un traumatismo craneal. La pupila izquierda reaccionaba bien. La derecha, no lo sé, porque el edema del párpado me impedía poderle ver el ojo. Le prescribí el único frasco de manitol que me dijeron que quedaba. El manitol es un medicamento que se emplea para disminuir el edema cerebral. Los diagnósticos son de presunción. Una alteración del nivel de conciencia pasados un par de días del traumatismo puede ser una contusión cerebral, pero es más probable que sea un hematoma subdural y eso se trata haciendo un trépano en el cráneo. Antes que agujerearle la cabeza “a ciegas”, sin un TC que me confirmara o descartara el diagnóstico, me pareció más prudente ponerle “a ciegas” el manitol y esperar resultados. En este estado se lo llevaron a hacerse la radiografía con su compañero de moto. Cuando me lo trajeron, unas horas más tarde, su nivel de conciencia había mejorado –el manitol debió de hacer algo, al final¬– y en la placa se veían claramente los dos fragmentos del fémur acabalgados. Había que colocarle la tracción esa. Lo programamos para la mañana siguiente y pedimos ayuda a Madrid por guasap. La tecnología ayuda, aunque estemos un poco limitados de conexión.

–Daniel, la monja tiene una Black Decker en su despacho y las brocas están estériles. El sistema de poleas lo dejé montado. Raimond te puede ayudar.

El que me hablaba a través de un mensaje de voz era Alfonso, el “padre de la criatura” de este proyecto (EnganCHADos) que me ha traído hasta el corazón de África. Raimond es el enfermero que nos ayuda a operar en quirófano. Las brocas son para hacer un taladro en la parte distal del fémur, donde la rodilla, de lado a lado, para pasar un alambre grueso al que atar un peso que mantenga el fémur traccionado y alineado.

Al día siguiente, estábamos listos para hacer de carpinteros.

–Raimond ¿nos pasas al paciente al quirófano?

–No está –me responde. –Le explicamos lo que íbamos a hacer y ha dicho que prefiere la medicina natural y se ha ido a buscar a un curandero. Se ha ido.

No sé lo que le hará el curandero, ni si sonará igual de feo que taladrarle un hueso para pasar un alambre del que colgar un peso usando una polea. Sea lo que sea que le haga, la fractura, seguramente, soldará. Pero si no se la reduce adecuadamente, deshaciendo el acabalgamiento de los dos trozos de fémur, esa pierna le quedará un palmo más corta que la otra, y es una lástima.


Me encogí de hombros sin decir nada. Me he dado cuenta de que ese es el gesto espontáneo que más hago desde hace una semana.

domingo, 12 de junio de 2016

Camastros

Hay un hombre tumbado en un camastro desde el primer día que pasé visita por la planta de hospitalización de St. Joseph.
Todos están tumbados en camastros, en realidad.
La planta de hospitalización es un barracón con un pasillo en el centro. Las paredes del pasillo son un murete a cada lado que se eleva poco más de un metro del suelo. A ambos lados del pasillo se abren dos estancias en las que hay seis camastros en cada una. El pasillo atraviesa un tabique con una celosía en lo alto que separa otras dos estancias iguales, con otros seis camastros cada una. Esos camastros están numerados. Son las camas de hospitalización. Veinticuatro en total. Hasta la número doce –antes del murete alto–, las de las mujeres. Al otro lado del tabique, las de los hombres. No están todas ocupadas, afortunadamente.
En esos camastros hay gente tumbada o sentada. Los que están sentados esperan una operación programada –una hernia, por ejemplo–, o irse a casa. Los otros están convalecientes. Me he dado cuenta de que puedes saber la evolución de cada paciente, solo fijándote en la actitud que mantienen en el camastro. El miércoles operé a un hombre que tenía una isquemia intestinal por un vólvulo.
Una isquemia es un infarto, un trozo de carne muerta. Una parte del intestino, en este caso. Un vólvulo es un palabro que empleamos para decir que el intestino se ha retorcido sobre sí mismo. Una isquemia intestinal es algo muy serio. Muy grave. La gente se pone muy mala cuando se le infarta el intestino. Casi tanto como cuando se le infarta el corazón. O más. De un infarto de corazón se puede salir más o menos espontáneamente o ayudado por unas medicinas. Según la extensión del infarto (la cantidad de músculo del corazón que se haya muerto). De una isquemia intestinal, no. Si no te operan, te mueres a los pocos días. Si te operan, puede que también. Cuando se infarta el intestino, todos los gérmenes que tiene dentro –que son muchos, no nos olvidemos que el intestino contiene caca–, se salen afuera, a la cavidad abdominal, y producen una peritonitis (eso suena feo, ¿verdad?), y al torrente sanguíneo, y producen una sepsis o shock séptico (tener bacterias circulando por la sangre no suele sentar nada bien).
Mi paciente tenía una isquemia. Le abrí el abdomen, le quité el trozo de intestino que tenía negro (un metro más o menos) y empalmé los dos extremos restantes con unos puntitos de sutura. Hasta aquí, lo que se hace siempre, en cualquier lugar. La diferencia está en que allí (en cualquier hospital de nuestro medio), el paciente en el quirófano está dormido, conectado a un tubo por el que respira, y con sondas y electrodos y tubitos por todos los lados que nos dan información puntual de la tensión, el pulso, la cantidad de oxígeno y de CO2 en sangre, lo que orina… En fin, que te permiten ir corrigiendo con medicinas los desequilibrios que se presenten, o anticiparte a ellos. Aquí no. Aquí, el paciente está “despierto”. Me explico. No está exactamente despierto. Está un poco dormido. Respira espontáneamente, no por un tubo (y más le vale porque, si deja de respirar, no hay respirador y hay que intubarle y ventilarle “a mano”). No está quieto: se mueve. Y tose. Y no le duele. Y le puedo operar. 

Cuando la operación termina, allí lo mandamos a la UVI. Allí es el lugar desde donde nos estás leyendo. La UVI es un sitio donde el paciente sigue conectado a todos esos tubos y cables –y puede que a alguno más–, para manejar todas las alteraciones, que son muchas, que se producen en tu organismo (riñones, pulmones, corazón…) después de que se te ha infartado un trozo de intestino, se han salido los gérmenes de la caca al peritoneo (a la barriga) y a la sangre, te han abierto la barriga (el abdomen), te han cortado y quitado ese trozo de intestino y te lo han cosido (por resumir).
Aquí, no. Aquí no hay UVI. En realidad, aquí no hay nada. Nada de nada. Bueno, sí: hay camastros. Y en el camastro se quedó el hombre postrado, mientras le pasaba a dentro de la vena un suerecito (agua con un poco de sal y de azúcar, que es lo que son los sueros), y un par de antibióticos.
No ha tenido fiebre. No ha dejado de orinar claro y abundante. No sale sangre por el drenaje que le he dejado (ni heces, que es peor, pero más probable). No se ha infectado la herida. Ha movido las tripas y ha empezado a tomar agua. No le he hecho ni un puñetero análisis. Tampoco tengo esa opción, ya que pocas cosas puedo determinar en el laboratorio. He seguido su evolución observando su posición en el camastro: la tarde después de la operación, estaba tumbado y postrado.
Hay un hombre tumbado en un camastro desde el primer día que pasé visita por la planta de hospitalización. No es este señor. Éste, la mañana del jueves, estaba sentado.
El hombre tumbado tiene diabetes, y dos infecciones muy serias en la espalda y en la mano. La diabetes favorece que aparezcan, y que no curen, las infecciones (el porqué es largo de explicar, y con lo de la isquemia ya está bien por hoy; el que tenga interés que lo mire en Google). Las infecciones hacen que se descontrole más el azúcar en los diabéticos, y requieran más insulina. Las heridas infectadísimas de la mano (gangrena) y de la espalda, no mejoran. Por eso sigue tumbado en el camastro. Si pudiera bajar el azúcar en la sangre, favorecería que las heridas evolucionasen mejor con las curas, pero no le baja. Necesita insulina. Pues bien: no hay insulina. No, no hay insulina. Sí, eso que se compra en las farmacias que viene en unas jeringuillas. Pues no, no hay. Y tampoco hay dónde comprarla.
Lo de los camastros, aunque nos choque y nos parezca poco estético, no es muy importante. Por aquí la gente vive así: en chozas, durmiendo en el suelo. Es su “modus vivendi”. Lo de la insulina, sí tiene importancia. Parece que va a ser su “modus morituri”
Va a perder la mano (voy a tener que amputársela). Con eso controlo una de sus dos infecciones. Pero no le puedo “amputar” la espalda, así que va a seguir tumbado en el camastro hasta el último día en el que pase visita por la planta de hospitalización. Salvo que se vaya él antes que yo. Que es probable.
P.D. No subo fotos. De los pacientes, sus tripas y sus manos infectadas, no, por razones obvias. De los camastros no, porque todo el mundo se hace a la idea de lo que es un camastro. De la insulina, tampoco, porque no hay: si tenéis curiosidad, podéis pedirla en la farmacia de debajo de vuestra casa.
Desde Bébédjia, el viernes 10 de junio de 2016.

viernes, 10 de junio de 2016

Seis cooperantes

Después de algunas peripecias en el viaje, llegué a Bebedjá la tarde del lunes 6 de junio. Llevo tres días trabajando en el Hospital de St. Joseph, y si pretendiera relatar todo lo que he hecho, sentido y pensado en estos días, necesitaría una cafetera llena y toda la noche por delante para velar al ordenador. No pienso hacer tal cosa porque me caigo de sueño y porque mañana tengo que trabajar, así que voy a dar unas pinceladas solamente.

Somos seis los cooperantes que estamos aquí. Alex y Sylvia son el matrimonio que se vinieron desde Méjico para trabajar en St. Joseph. La verdad es que son unos valientes. Dejaron aparcados sus trabajos respectivos (y sus ingresos), se cruzaron el charco hasta Madrid, y después hicieron el viaje de 24 horas hasta aquí. Han trabajado muy duro, luchando con las dificultades del idioma, las del medio en el que estamos, y una sobrecarga terrible de actividad. Sobre todo, desde que Carmen –nuestra anterior médico colaboradora– y sor Elisabeth ­–la cirujano-ginecólogo-obstetra-traumatólogo a tiempo completo que soporta el peso del hospital– se marcharon a mediados de mayo.

Sylvia es la luz del hospital, porque ilumina el lugar en el que está con una sonrisa perenne, una palabra suave y amable, sin alterarse nunca aunque le pueda el cansancio. Es médico de familia y de urgencias, y ha sido quien ha atendido las urgencias obstétricas y realizado las cesáreas hasta que hemos llegado Anita y yo.

Alex es un anestesista todoterreno, con una gran fuerza interior. A pesar de las dificultades con el idioma, se maneja por todo el hospital como pedro por su casa, ayudando a su mujer y a quien se ponga por delante. Esta mañana me ha dormido a una bebé de 4 semanas con los rudimentos anestésicos que tenemos aquí para operarle de una ránula de gran tamaño que le empujaba la lengua hacia delante, dificultándole mamar.

Sara es farmacéutica, enviada por la fundación El Alto. Lleva varios meses y dirige la farmacia del hospital. Le he dado trabajo extra, pidiéndole que haga inventario y clasificación de los medicamentos que nos han donado y que han venido en nuestras maletas.

Jacobo es un óptico traído por Ilumina África, una ONG que mantiene una óptica permanente en St. Joseph, que es la única en más de cien kilómetros a la redonda, y que organiza campañas quirúrgicas oftalmológicas dos veces al año.

Anita, ginecóloga formada en Alcalá de Henares, que me ha acompañado en este viaje, es una mujer entusiasta y llena de vitalidad, con gran carácter y capacidad de trabajo, y que habla francés con la soltura del que es su lengua materna, por lo que es mis oídos y mi boca desde que salimos de Madrid.

Hay mucho trabajo día a día. Hemos operado bastante en estos tres días y ya tenemos parte programado hasta mediados de la semana que viene. Sin contar con las urgencias que puedan surgir.

Otro día hablo más del tipo de trabajo y de medicina que hacemos. Hoy he preferido hablar de las personas que lo sacan adelante desde aquí.

Daniel Huerga.

Desde el Hospital de St. Joseph; Bebedjia, el 8 de junio de 2016.


miércoles, 8 de junio de 2016

De D´Jamena a Bebedjiá.

El avión de las líneas aéreas marroquíes aterriza a las 4 y media de la madrugada. Se adivina el crepúsculo, aunque aún es de noche cuando bajamos por la escalerilla y, malamente, hemos podido dormir en las cuatro horas de vuelo desde Casablanca. Cuando salimos del aeropuerto con las maletas, ya ha amanecido. Nos espera una camioneta gris con el logotipo del hospital de St. Joseph grabado en la puerta, que nos traslada a una casa de acogida Una hora de siesta, una ducha, un desayuno bastante raquítico a base de pan y miel y café con leche en polvo, un trámite administrativo más.

De D´Jamena a Bebedjá hay unos 500 Km. No recuerdo curvas en todo el viaje. Solo baches. Una recta infinita de doble dirección, sin una sola línea pintada, flanqueada por chozas de ladrillo con tejados de paja y con el piso salpicado de socavones. Imposible echar media cabezada con esta sucesión de acelerones, frenazos, y volantazos para esquivar al que adelanta o rebasar a todos los vehículos que viajan delante de nosotros. Algunos niños echan paladas de tierra para cubrir los baches, y ponen la mano cuando los coches aminoran al pasar por su lado. Es una forma espontánea de servicio de mantenimiento del firme.

Al principio el paisaje es seco. Los árboles separados dejan ver una polvorienta tierra ocre. Hay que esquivar, también, algún camello que cruza sin mirar, o vaca, o cabra.

Cada pocos kilómetros hay un control que no se sabe si es militar o de la policía. A veces es una barrera, pero suelen ser unos conos atravesados a mitad de camino. Los tipos que los vigilan llevan gafas de sol y visten guerreras caqui de camuflaje, sin cinturón ni armas. Suelen estar tumbados o sentados a la sombra de la caseta y se levantan para mover el cono y dejarte pasar. Algunas de esas barreras son peajes, y los tipos se acercan a la ventanilla. El chófer enseña un papel fotocopiado que lleva sobre el salpicadero y nos dejan seguir. Metros antes de los controles, algunas mujeres, sentadas al borde de la carretera, esperan vender los mangos que tienen apilados dentro de unas fuentes grandes de latón.

Voy apuntando los nombres de los pueblos por los que pasamos: Guelendein, Molkou, Bongor, Daba, Tougoude, Quelo… Es difícil saber cuándo hay un pueblo, porque no deja de haber casas en ningún momento. Toda la carretera es una fila de personas que caminan por las cunetas llevando cosas. Todo el mundo transporta algo: en la cabeza, en las manos. Circulan bicicletas que transportan hatillos de leña atados atrás y motos que llevan una cabra atada sobre el depósito, detrás del manillar, y una ranchera lleva una vaca subida en la bandeja. De vez en cuándo, circula algún carro tirado por bueyes. A los lados, chozas, y personas haciendo cosas: una mujer cose a máquina, más allá, lavan ropa. Como las casitas de los belenes. Entre dos casas, una yunta de bueyes abre surcos en el suelo arrastrando un arado, guiado por un enjambre de muchachos y niños vestidos de colores. Cuando las casas se juntan más, y los peatones superan a las motos, intuyes que estás en una población.

A la mitad del viaje comienza una lluvia torrencial y, cuando más llueve, se pincha una rueda de atrás. Nouatjingar tarda en cambiarla menos de diez minutos. Luego, paramos en Bongor a reparar el pinchazo. Es el siguiente pueblo –no me atrevo a llamarlos ciudades a ninguno– y el lunes es el día de mercado. Aprovechamos la pausa para comer. El restaurante es un puesto lleno de mugre en el que asan pescado y pollo sobre unas parrillas hechas de retales de bidón. Pedimos pollo para los cuatro. Nos lo trocean con las manos y nos lo sirven en una escudilla grande de metal, que parece una palangana. Lo aderezan con una cebolla cruda cortada en pedazos grandes, y un polvo amarillento que definen como salsa de pimienta, en el que embadurnamos los trozos de carne que vamos llevando a la boca con los dedos, sentados en una mesa dentro del cobertizo, al resguardo de la lluvia.

–Si ellos no enferman, es porque lo mezclan todo. Ese es el truco. Hay que comerlo así. Hay que hacer lo que hacen ellos.

Anita habla a veces como si dictara sentencias. Supongo que es parte del carácter de Calabira
Calabria.

A un par de metros de nuestra mesa, un niño de uno 10 años escalda un pollo para desplumarlo, sumergiéndolo en una lata con agua hirviendo. Lo hace con habilidad y como si fuera un juego. A su lado, otros dos animales, atados entre sí por sus patas, esperan en el suelo la suerte del de la lata y del que nos estamos trajinando nosotros, tan resignados que, de puro quieto parecen muertos. Es un negocio familiar de pollos asados. Lo que no cabe duda es que son pollos de corral.

A la una de la tarde seguimos viaje. Aún nos quedan cuatro horas para llegar a Bebedjá. El paisaje cambia. Se vuelve algo ondulado el terreno, verde el suelo, como las dehesas de Extremadura en primavera, y aumenta la densidad de áeboles. La calzada mejora y la ausencia de baches y el estómagos llenos, nos permiten echar una ligera siesta que nos ayude a recuperar la falta de sueño.


He cruzado una parte de Chad en coche en el día de hoy y he visto todos los rostros, todos los paisajes, de la exposición de pintura que hicimos en diciembre con EnganCHADos. La chica del vestido que parece que se va a volver a mirarnos, el muchacho que pastorea la manda de vacas, el tipo de la moto cromada, los bueyes arando, la mujer de la mano en el rostro, los niños. 

África es como me la habían pintado, pero es mejor al natural.

En Bebedjá, la noche del 6 de junio de 2016.

domingo, 5 de junio de 2016

Casablanca

Casablanca está a la orilla del mar, en la costa atlántica de Marruecos. A unos 500 kilómetros a nado desde Huelva tirando en línea recta hacia el sur. Se fundó en el siglo XI y es el principal puerto del norte de África, según la “Wikipedia”, referencia bibliográfica por excelencia en la Era del Mundo Global. Lo de los 500 kilómetros, no. Eso lo he calculado yo a ojo.

Quienes no crean en las casualidades podrían buscar una explicación a esta peripecia que me ha llevado a visitar Marruecos en la piel de esta ciudad y por primera vez en mi vida. Yo no suelo ser muy determinista. Soy, más bien, un descreído de esos que creen en el azar. Esta carambola me ha permitido sacar cuatro pinceladas de esta ciudad.

La gente es muy amable. Se vuelca cuando la paras por la calle para preguntar una dirección o dónde encontrar un comercio. La Medina es un gigantesco mercado de verduras, hortalizas, carnes vivas y muertas, pescado, frutas, dátiles, especias, aceitunas y encurtidos. 

Los puestos de alimentos están sobre unas mesas a lo largo de una calle larga, cubiertas por toldos, dispuestas en dos hileras que dejan un pasillo estrecho en el medio. Si te cuelas por ese pasillo bajo los toldos cerrados, vas caminando por un túnel de colores y aromas, que se abre al final a unas callejuelas donde los puestos son locales pequeños que dan a la calle y exponen telas, vestidos, calzado y marroquinería. En una placita, ya cerca de la salida del laberinto, en unas tinajas de barro, sobre unas brasas, se guisa y se mantiene caliente el tajín.

Al salir de la Medina quedan los restos de una fortificación. Detrás de los cañones de bronce que asoman por las almenas, apuntando hacia el mar, hay un patio con buganvillas que alberga un restaurante. Cruzando la calle está el puerto. En el mercante no te dejan pasar. A su izquierda, se abre el acceso al puerto pesquero. Allí, a la entrada, asan sardinas en unas brasas. Más adelante, cerca del muelle, en la lonja se vende el poco pescado que llega a esa primera hora de la tarde a la que pasamos. Los barcos de pesca son grandes y están pintados de blanco y azul.

Seguimos nuestro paseo. Después del puerto está la Academia de la Armada Real de Marruecos y más allá, los muchachos, niños y adolescente, todos varones, gritan y ríen y juegan y se tiran al mar desde las piedras del malecón para matar el tiempo y el calor. Pasado el puerto está la mezquita, hermosa, estilada y reluciente, sobre un acantilado.

Esto, y la avenida donde se levantan dos torres que llaman gemelas –qué cósas–, Zara, Mango, Oysho, y todas las franquicias de la aldea global, es lo que he visto de Casablanca en estos dos días. Además de un patio cerrado donde hemos desayunado, y otro donde hemos terminado la cena con un té moruno.



Lo primero que hice al llegar fue buscar el café de Rick, y lo he encontrado, pero era de cartón piedra, como los decorados de película. No existió nunca tal café en el Protectorado perteneciente a la Francia Libre durante la Segunda Guerra. Una mujer norteamericana, que estuvo destinada en Casablanca, se sorprendió de que nadie hubiese tenido la idea de abrir un local con el mítico nombre y lo inauguró ella en 2003, con la contribución de un grupo de amigos a los que embarcó en la aventura.

Todos tenemos en la memoria la imagen del cartel de la película, en el que Humphrey Bogart, sobre un fondo anaranjado y amarillo, que no se sabe si quiere evocar al fuego, está a punto de besar a Ingrid Bergman, que le clava los ojos con una de esas miradas que muy pocas veces nos clava alguien en la vida. Entre la silueta de sus torsos está impreso el bimotor que espera para despegar.


También nos espera a nosotros esta noche un avión, pero yo no soy Bogart, Rick Blan y Lisa Lund nuca existieron, e Ingrid no está.

En el aeropuerto de Casablanca, el 5 de junio de 2016.