martes, 12 de noviembre de 2013

El regalo


Hoy me han hecho un regalo. 

Los regalos tienen de algo mágico, más si se reciben por sorpresa. Cuando he llegado a casa esta tarde, me esperaba un paquete enorme en la portería. Tardé en abrirlo, porque llegaba justo a recoger a mis hijas al colegio. Quedó encima de la mesa del comedor. 

Era un sobre verde, de esos que venden en correos, que por dentro van acolchados con papel burbuja. Estaba lleno de cosas. 

Había una novela. Un libro que recomendaba Ana Vico en Old Viernes, y cuya reseña compartí hace unas semanas en mi muro. Es un libro muy especial porque ya ha sido leído, y eso le da vida. Lleva en sus hojas el roce de los dedos que las pasaron y, en la tinta, la sombra de los ojos que recorrieron las letras. Los libros ya leídos suelen guardar sorpresas entre sus páginas. Como aquel ticket de compra que encontré este verano entre las de uno que cogí de la biblioteca. Este también tiene un regalo: una tarjetita, amarilleada por el tiempo, con el dibujo de tres osos de peluche. Por en reverso lleva escritos dieciocho adjetivos que perfectamente podrían describir al autor del regalo. Me ha dado por leer la página marcada por la tarjeta y no he podido reprimir la sonrisa. Si ha sido intencionado, doble risa y cien por cien de acuerdo con el primer adjetivo. Si ha sido casual, es que existe una fuerza misteriosa oculta en esa tarjeta: la fuerza de la magia del regalo.

Venían también dos banderines negros con un par de tibias y una calavera. Uno va destinado a presidir la mesa de mi despacho. Quedará gracioso. Javier tiene en la suya un banderín con la de España. Yo tendré la del "Pirata Cojo”.

Además, contenía una bolsa de papel precintada. Como esos paquetes que, tras quitar el envoltorio, tienen otro papel debajo envolviéndolo, y otro, y otro, y otro… La bolsa tiene un sugerente rótulo: “Sweet pharm dulce terapia”.  Dentro de ella, un paquete de acetato transparente, atado con una cinta roja rematada con forma de flor, que terminó sujentando el pelo de Jimena (esta niña termina llevándose todo a la cabeza). El paquete contiene tres frascos de “pastillas” (caramelos), para los días sin sonrisas. Cada frasco viene etiquetado de diferente manera. El de Conguitos, “No es mágico, pero te dará poderes”. El de gominolas, “Indicado para no llevar la vida muy en serio”. Y el de Lacasitos, “Para cuando quieres ser invisible”. Las etiquetas, además advierten sobre las normas de consumo: “Dulce y alegremente”.

Mis hijas se lo han tomado al pie de la letra y, después de la cena, nos hemos reído a carcajadas con las pastillas para cuando quieres ser invisible. Arancha y Jimena se han atizado una sobredosis y han paseado invisibles por todo el salón, levantando objetos como si estuvieran embrujados y dándome sustos con ellos. Yo no tengo necesidad de hacerme invisible, pero una amiga mía sí. Y con cierta frecuencia. Se las voy a prescribir.

Un último curioso y bonito detalle venía dentro del paquete: una fotocopia de la portada del diario El Norte de Castilla, del día de mi nacimiento.

No voy a revelar la identidad del autor del regalo. No es un secreto, pero es más divertido así. Ha debido tomar una buena dosis de Conguitos, porque tiene poderes. El poder de producir una sonrisa, de hacer pasar un buen rato. Tiene el poder de hacer sentirse mejor a las personas con las que se encuentra. Es un auror. Ya conozco a más de uno. Espantan a los dementores con su sola presencia. Abren las ventanas para que se vayan los monstruos. Son mágicos. Como los regalos.

Gracias.



miércoles, 6 de noviembre de 2013

La boina

Basta que esperes a que algo ocurra, para que no pase. Mi portal suele ser bastante concurrido. No transcurre ni un minuto sin que entre o salga nadie. Pero hace un rato…

Todo comenzó por la boina. Sé que no es la prenda de moda de este invierno. Ni lo fue del pasado ni, me temo, lo vaya a ser del que viene. Es una lástima, porque a mí siempre me ha parecido una prenda muy distinguida. Será porque mi abuelo Argimiro, que era un hombre muy serio, no se la quitaba ni para dormir la siesta. O será porque estoy platónicamente enamorado de Victoria Vera desde que la vi de niño en Ninette y un señor de Murcia, tocada en esa prenda tan de mujer francesita. Lo que sea. A mí me gusta mucho. Y tenía yo ilusión por tener una boina... Realmente tengo una. Es de color verde y lleva una insignia dorada que representa un machete rodeado por dos ramas de laurel. Aunque no me veo yo yendo por la calle con la boina verde calada. No soy especialmente vergonzoso, pero esto ya me parece excesivo. Tampoco sé dónde la tengo. Afortunadamente, porque capaz soy un día de enajenación de ponérmela…

Ayer me invitaron a una tertulia en el Café Gijón. Suena un poco a cultureta. Pero no. Fue una reunión muy divertida en la que conocí a unas personas maravillosas y pasamos un rato muy agradable. Para empezar, a esa tertulia hay que ir con boina. Sí. La idea parece ser que partió de Coque. Un tipo muy simpático, que vino de Alicante solo para asistir a la tertulia. Yo era la primera vez que participaba y no tenía uniforme. Coque traía una boina para mí. Todo un detalle. Regresé a mi casa muy orgulloso con la boina puesta. Es cierto que la gente me miraba por la calle, pero tampoco me importó demasiado. Manuel, el portero, que es un hombre muy discreto, me saludó con la voz queda y la educación de siempre, aunque no pudo disimular levantar los ojos hacia mi cabeza, cuando crucé el portal.

Cuando esta tarde salía de casa para llevar a mis hijas a la de su madre, me calcé la boina. Ahí empezó todo. Realmente, no tenía intención de llevarla. Solo quería hacer la gracia.

María: -“Papá, si sales así de casa, reniego de ti como hija”.

Arancha. -¿No te irás a poner eso?

Jimena me la quitó de la cabeza y, riéndose a carcajadas, se la puso ella, toda coqueta, de lado y se fue hasta el espejo para mirarse. 
-¿Qué tal me queda?

¡Ay, mi pequeña Ninette! ¿Quién dice que un hombre no puede enamorarse de más de una mujer a la vez? Yo estoy enamorado, al menos, de estas tres (sí, al menos, pero no voy a dar más detalles).

-¡Venga, papá! ¡Vamos!

-Espera que me miro en el espejo.

-Vamos, Jimena, que es tarde.

-¡Papá, que están protestando por el ascensor!

-Cógeme la mochila.

-Dame la boina, Jimena.

¡Zas! Cierro la puerta.

-¡Eh! Esperad, que voy a dejar la boina en casa. ¡Vaya! Con la coña de la boina, me he dejado dentro las llaves.

-¿Y ahora cómo vas a entrar?

-Con un plástico fuerte, o una cartulina puedo empujar el resbalón. Tranquilas, no es problema. ¿Tenéis algo así en las mochilas?

-Pues no.

-Con lo que pesan, ya podrían llevar hasta una caja de herramientas,- pensé.

-Me valen unas hojas del cuaderno dobladas.

-Pues cógelas del mío.- Jimena se había vuelto a colocar la boina mientras bajábamos en el ascensor. ¡Me encanta!

Vuelta de regreso a casa, todo bien. Por el momento. Con la boina en la cabeza (abriga bastante y está refrescando ya en Madrid). Yo estaba de un humor excelente. En parte, por mis hijas. Y en parte, porque caminaba delante de mí una mujer con un culo estupendo, que me recordaba mucho a otro más estupendo todavía, cuya propietaria no voy a desvelar. Ya lo sabrá ella si me lee. Y si no, también, porque no me canso de decírselo. Hoy mismo se lo he recordado (porque no me cree).

Así, con una sonrisa de medio lado y la chapela calada a modo de visera, me planto en la puerta del portal. En jarras. Una mujer, que estaba parada delante del escaparate de la tienda de ropa que hay en el local de al lado, me observaba de reojo con cierta desconfianza. 

-Con suerte, esta señora vive en mi portal,- pensé.

Pues no. Al poco, se da media vuelta y cruza a la otra acera. O sí, y huyó asustada. ¡Vaya usted a saber! Con boina debo impresionar mucho (que estoy impresionante, o sea). Yo, "quieto parado". Alguien vendrá pronto... 

No. 

Basta con que esperes a que algo ocurra, para que no pase. Mi portal suele ser bastante concurrido. No transcurre ni un minuto sin que entre o salga nadie. Pero hace un rato, cuando estuve parado en la calle, no venía nadie. Cinco, diez, quince minutos… ¡Por fin! Mi vecina la del perro. Bueno, realmente tiene tres. Los saca a pasear por el jardín de detrás de casa.

-Hola, buenas noches.- Sonreí y me quité la boina. Con ella en la mano, me vi a mí mismo como la estampa viva de Alfredo Landa en Los santos inocentes

Mi vecina la del perro (bueno, realmente tiene tres), debe estar acostumbrada a mis excentricidades. Ya me ha pillado en alguna otra. Aún así puso cara de entre sorna y curiosidad.

-Hola.

-Gracias. Llevaba esperando un rato porque estoy sin llaves.

Le resumí los acontecimientos (obviando lo del culo de la transeúnte, que no me pareció adecuado mencionar), y se despidió de mí deseándome suerte.

-Cualquier día esta llama a los loqueros,- pensé.

Cogí el ascensor. Subí. Dejé la boina sobre el felpudo. Arrugué los folios arrancados del cuaderno de Jimena, tratando de introducirlos entre el marco y la puerta. Sin éxito.

Me volví a poner la boina. Cogí el ascensor. Bajé. Salí a la calle. Caminé hasta el coche. Esta vez, no hubo transeúnte, así que me conformé con recrearme en el recuerdo y la imaginación del otro; del que me gusta. Mucho mejor. El recuerdo, digo. Y la imaginación. Esos nunca te fallan. 

Esperaba encontrar algo más consistente que los folios de Jimena, rebuscando en la guantera. Deseché la rasqueta del hielo. Muy gorda. Eso no cabe. ¡Albricias! La tarjeta de la O.R.A. Deshice el camino y llegué al portal.

Dos mujeres hablaban en la puerta. Parece que esta vez no tendría que esperar. 

-Hola, buenas noches. ¿Vivís aquí? Es que no tengo llaves.

Me miraron con desconfianza (se me había olvidado quitarme la boina).

-Sí,- afirmaron con la voz apagada.

No me pareció que fueran a abrirme. Silencio incómodo, interrumpido cuando se enciende la luz de dentro y sale por la puerta mi vecina la del perro, que realmente tiene tres (lo he dicho ya ¿no?).

-Hola. ¿No has podido entrar?

Me quité la boina.

-No. Voy a probar con otra cosa.

Cogí el ascensor. Subí. Dejé la boina sobre el felpudo. Arrugué la tarjeta de la O.R.A., tratando de introducirla entre el marco y la puerta. Sin éxito.

Me volví a poner la boina. Cogí el ascensor. Bajé. Salí a la calle. Allí estaban mis tres vecinas de tertulia a la puerta. La del perro, también (sí, que tiene tres, que ya lo has dicho, “pesao”). Me uní a la tertulia.

-Necesitaría una radiografía.

-Yo tengo una en casa. Te la bajo.

-Muchas gracias.

Cinco minutos con tres desconocidas parado de pie en la calle a la puerta del portal, y con boina, se hacen muy largos. Casi tanto como coincidir en un ascensor. 

-Pues a mí me pasó una vez y tuve que llamar al cerrajero.

-¿Has preguntado al portero?

-Y con una radiografía ¿cómo vas a abrir la puerta?

Por fin, aparece la señora con su radiografía. Un enema opaco que no pude reprimir echar un vistazo. Todo en orden (defecto de profesional).


Cogí el ascensor. Subí. Dejé la boina sobre el felpudo. Maniobré unos minutos con la placa tratando de introducirla entre el marco y la puerta.

-Hoy duermo en la escalera,- pensé. 

Finalmente conseguí hacer ceder el resbalón.

Ahora estoy sentado en el sofá, los pies encima de la mesa y el ordenador sobre las piernas. Me he atizado un par de vasos del orujo de manzana que me regaló Carlos (está buenísimo, pero da un poco de resaca). La boina en el apoyabrazos del sofá. Con un poco de suerte la pongo de moda. 

Apuro la copa y me voy a la cama. A soñar con el culo más perfecto del mundo. Y con Ninette.