viernes, 20 de febrero de 2015

Tabla de naúfrago



Ella le miró a los ojos. 

Sobre la mesa de mimbre humeaban dos tazas de café. 

Había intuido que la sonrisa de aquel hombre podía ser una tabla a la que agarrarse en caso de naufragio. Pero había más. Él no paraba de hablar entrelazando una historia con otra. Ella escuchaba por encima de la conversación y, con un sexto sentido forjado a lo largo de una vida intensa, vio desesperanza, frustración y tormento detrás del discurso desenfadado y del brillo de los ojos. 

Y, cuando quiso darse cuenta, la invadía una sensación de consecuencias imprevisibles: la de que todos los poros de su piel se habían abierto. 

Él levantó la mirada, que tenía pérdida más allá de los cuadros que adornaban la pared del local. Al encontrarse con la de ella, siguió hablando, pero de manera mecánica. Sin recordar después ni una sola de sus palabras. Su atención había sido secuestrada por esos ojos que le observaban fijos. Enmarcados por un rostro que, por detrás del gesto de admiración, le dejó ver el de una niña asusta escondida dentro del cuerpo de la mujer madura que tenía sentada en frente. Un pensamiento cruzó por su mente. Efímero. Como una sutil neblina. Por un momento había intuido que la mirada de aquella mujer podía ser una tabla a la que agarrarse en caso de naufragio. 

De lo que ninguno tenía consciencia, era que ya habían naufragado e iban a la deriva. De que el océano de desesperanza, desconsuelo y desengaños en el que ambos luchaban por no ahogarse, les había llevado hacia aquel encuentro fortuito, atraídos por la fuerza de una luna llena de un mes de julio. 

De lo que ninguno estaba siendo consciente era de que, desde aquel instante, se habían agarrado a la misma tabla, y que comenzaban a empujarla entre los dos hacia una tierra firme donde iban a construir juntos una vida nueva. 

Eso lo supieron mucho después. En aquel instante solamente se cruzaron las miradas.