domingo, 26 de enero de 2014

El sueño de Merlín

 –Jimena, necesito que me ayudes.

–¿A qué?

–Quiero escribir un cuento pero no se me ocurre qué contar. Tú tienes mucha imaginación.

Jimena pone cara de sorpresa aderezada con sonrisa y ojos brillantes.

–¿Pero un cuento de niños o de mayores?

–De niños y de mayores. Es lo mismo.

–No. Si es de niños, es un cuento. Si es de mayores, es un libro.

–Entonces, de niños.

–¿Pero de qué trata el cuento?

Jimena está metida en mi cama, tapada con el edredón y jugando a Animal Crossing con la Nintendo. Yo, hace rato que me levanté. Me ha dado tiempo a preparar café, tomarme dos, mojar rebanadas de pan untadas con mermelada de naranja, leer un rato y medio recoger la cocina que ha quedado –la frase no es mía, pero me ha encantado­– en “modo aleatorio”. Luego me di una ducha y, con el albornoz puesto, me acosté al lado de mi hija.

– Quiero escribir un cuento que trate de la leyenda de Arturo, pero en el mundo actual. ¿Conoces la historia de Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda, y el Mago Merlín?

–No.

Ahora el que pongo cara de sorpresa soy yo.

–¿En serio? ¿No has visto la película de Merlín de dibujos animados?

–No.

–Es una leyenda. Es como un cuento, que ocurrió hace mucho tiempo, en Inglaterra, en la Edad Media. Es la historia de un niño que… A ver. Había una espada clavada en una roca. Le leyenda decía que el que sacara la espada de la roca se convertiría en el rey de Inglaterra. Todos los años se celebraba una fiesta en aquella ciudad y la gente intentaba arrancar la espada, pero nadie podía. Un día, Arturo –que así se llamaba el niño– probó a coger la espada y se quedó con ella en la mano. Estaba destinado a hacerse rey. Cuando fue rey, se juntó con otros once caballeros y se reunían alrededor de una mesa redonda: los Caballeros de la Tabla Redonda. Entonces decidieron ir a buscar el Grial y cada uno viajó por todo el mundo corriendo aventuras, tratando de encontrarlo.

–¿Qué es el Grial?

–Se llama así al cáliz que utilizó Jesús en la Última Cena. ¿Sabes lo que fue la Última Cena?

–Eso sí.

–Cuenta la leyenda que ese cáliz lo guardó un hombre que era bueno y se llamaba José de Arimatea, y en él recogió la sangre de Jesús cuando lo crucificaron y le dieron la lanzada en el pecho. Pero hay más en esta historia. Arturo se casó con una mujer que se llamaba Ginebra. Uno de los caballeros de la Tabla Redonda, que se llamaba Lancelot, y era el mejor amigo de Arturo…

–Había sido su novia– me interrumpe.

–No exactamente. Cuando Ginebra y Lancelot se conocieron, se enamoraron perdidamente. Y, además había un mago. Merlín.

–Lo primero que necesitas es un título– me aconsejó Jimena.

–Yo había pensado en uno: “La pasión de Lancelot”.

–No. Mejor “El Mago Merlín”.

–Vale. El Mago Merlín. Espera, que voy a coger algo para apuntar.

–¡Nooo, pero el ordenador, no que luego lo escribes!

Me levanté de la cama, prometiéndole que no cogería el ordenador y fui a buscar mi cuaderno Moleskinne de tapas negras. Regresé a la habitación y me metí de nuevo bajo el edredón, cuaderno y boli en la mano.

–Ponlo.

–¿El qué?

–El título. Ponlo.

Busqué una página nueva y escribí: “El Mago Merlín”.

–¿Dónde quieres que sea el cuento y en qué época?– me pregunta.

–En la época actual y en Madrid.

–¿Pero en primavera, verano, otoño o invierno?

–Me da igual. Decídelo tú.

–A mí me gusta que haga sol.

–Pues en primavera–, concluyo. Y empieza a dictarme.

“Érase una vez en primavera, un niño que vivía en una choza. Era rubio, con ojos claros. Se llamaba Jaime.”

–¡No, Jaime, no!– Se interrumpe a sí misma. –¡Merlín!–. Sigue dictando.

“Merlín…” –¡Qué pongas Merlín!

–Ya lo he puesto–. Le enseño el cuaderno.

“Merlín era destinado a ser mago. Un día Merlín fue a la plaza y vio que mucha gente estaba intentando sacar la espada de la roca. Merlín lo quiso intentar y…”

–¿Cómo se dice…?– Se interrumpió a sí misma. –¡Sí!

“Y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, tenía la espada en su mano. Todo el mundo se quedó asombrado”. –Ahora sigue tú un poco.

“Merlín siempre había querido ser el rey. No podía soportar que fuese Arturo el destinado a serlo. Se hizo su confidente para estar cerca de él…”

–¿Qué es confidente?– me preguntó.

–Confidente, amigo.

“Se hizo su amigo y confidente para estar cerca de él, pero por envidia, para ganarse su confianza y hacerle daño.”

–Podemos cambiar el título–, dije. –“El sueño de Merlín”. ¿Qué te parece?

–Vale. Y retoma ella el relato.

“Todo el mundo quería haber sacado la espada pero, en cambio, la sacó Merlín. Todos tenían envidia de Merlín, pero Merlín tenía envidia de Arturo. Pasaron tres años y Merlín ya se había hecho mayor. Se casó con una joven que se llamaba Ginebra. A la boda de Arturo y Ginebra acudió un señor que Merlín no conocía. Era el padre de Merlín. Se llamaba Rodrigo. Sabía que se casaba su hijo”.

–A ver, Jimena, que todo esto es un lío. El que se casa es Arturo, no Merlín. Que lo estás liando todo…

–¡Es un sueño, papá! ¿Qué más te da?

Argumento incontestable, sostenido por una sonrisa gigante. Inapelable. Es cierto: es un sueño y puede ocurrir cualquier cosa.

“El padre de Merlín quería explicárselo a su hijo, pero al verle en el altar vio que estaba todo perdido. Ya no tenía tiempo de explicarle nada porque ya había empezado la boda”.

–No entiendo dada, Jimena. ¿Qué es lo que tenía que explicarle a Merlín?

–Que era su hijo.

–Pero pudo explicárselo después de la boda…


–Sí, pero eso cuéntalo luego, al final. Y luego, Merlín se despierta y se da cuenta de que todo era un sueño.


lunes, 6 de enero de 2014

Cabalgata de los Reyes Magos


A Alfredo le brillaban los ojos. Subido al último peldaño de la escalera de aluminio que su padre sujetaba, aún se ponía de puntillas para tratar de adivinar el cortejo de luces y color que bajaba por el centro de la calle. Apenas había probado dos bocados en la comida, a pesar de que su madre le había preparado macarrones con tomate y salchicha, que era el plato que más le gustaba.

–Papá, la carta. ¿La has tirado?

–¿Tirado? ¡Claro que no!– Respondió el padre con una sonrisa. –¡Cómo la voy a tirar!

–¡Jo, Papá!

–Pero cómo la voy a tirar. ¿A la basura?

–¡No! ¡Al buzón!

–¡Ah! Te refieres a que si he echado la carta al buzón… ¿Crees que es importante?

–¡Claro!– Frunció el ceño. –Si no, no me traen los regalos.

–Los Reyes son Magos, Alfredo. Aunque no hubieras escrito la carta, pueden saber lo que has pedido. Si hay algo que deseas mucho, mucho, mucho los Reyes Magos lo saben, hijo mío. A mamá y a mí, nos ocurrió una vez, hace nueve años.

–¡Pero la has echado o no, Papá!

–Claro que sí, Alfredo. Estate tranquilo. –Le pasó la mano por la cabeza revolviéndole el pelo castaño claro, fuerte y alborotado.

Alfredo acababa de cumplir nueve años. No había perdido la ilusión. Estaba deseando ir a la cabalgata. Lo que más le gustaba era coger caramelos. Llevaba una bolsa grande. Cuando pasara la última carroza, se colaría entre las piernas de la gente para saltar la valla y llegar a la calzada a recoger los que habían caído al suelo. Era una fiesta de niños correteando de un lado a otro, antes de que llegaran los coches de la limpieza barriendo la calle con esos escobones giratorios que se tragaban los restos de confeti y de envoltorios.

Hacía frío. Mamá le había puesto el anorak nuevo. Con las manoplas y la capucha ribeteada de peluche puesta en la cabeza, parecía un esquimal. Ahora veía un hombre vestido de fantasía caminar sobre unos zancos gigantes. Abría la caravana una mujer metida dentro de una esfera de cristal que hacía rodar por el asfalto. Cuatro medusas rosas y gigantes, flotando en el aire, se acercaban y alejaban de la gente, escoltando a un globo enorme con forma de pez manipulado desde el suelo.

Fueron pasando las carrozas de muñecos de la tele, de personajes de dibujos animados. El Cartero Real, en una grande y amarilla con la trompeta de infantería tatuada en los lados y repleta de sobres.

–Allí va tu carta, hijo.– Escuchó a su padre señalando con el dedo. Se sentía feliz.

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Aquella mañana había amanecido lloviendo.

–¿Qué se puede hacer una mañana de víspera de Reyes lloviendo?– Le había preguntado su mujer. –Me gustaría saber qué te gusta de los días lluviosos, a ver si le pillo el punto a este…– le sonrío.

–Calzarse unas katiuskas, ponerse un buen anorak con capucha, y salir con el niño a pisar charcos.­– Respondió el padre. –No hay cosa que más divierta a un niño que meterse en los charcos. Y a algunos adultos también.

Se rieron mientras apuraban el café y miraban a su hijo que les escuchaba divertido.

Más tarde, mientras le secaba el pelo y le ponía ropa limpia, padre e hijo seguían con su conversación.

–Papá, yo una vez vi a los Reyes Magos.

–¿En serio?

–Sí. Yo era muy pequeño. Estaba asustado. Había mucha gente siempre. Y sonidos.

–¿Sonidos? ¿Quieres decir música?

–No. Sonidos. Como pitidos. Y yo tenía cosas pegadas. No sé. Como hilos, o cuerdas. Y tenía algo en la nariz que me molestaba y me picaba. Mamá y tú me hablabais, y me cogíais en brazos. Pero cuando vi a los Reyes estaba solo. Baltasar se acercó a mí –sé que era él–  y me dijo algo. Algo de mamá y de ti. Que no tuviera miedo. Que me queríais mucho y que me iba a cambiar a una cuna nueva, sin las cuerdas de la nariz. Entonces me cogió en brazos y aparecisteis mamá y tú.

Enmudeció con las palabras de su hijo. Retiró la toalla de la cabeza y le abrazó. Emocionado. Como aquella misma mañana de 5 de enero, nueve años antes. El hijo, de apenas dos meses, en sus brazos; su mujer con el móvil le hacía una fotografía al bebé. Luego, escribió en un mensaje que mandó a toda la familia acompañando a la foto:


"Buenos días. 
Acabo de salir de la UCI, 
me han pasado a un box nuevo 
y me han quitado las gafitas 
a ver qué tal respiro."
                                                      


La cabalgata terminaba. Habían pasado ya los tres reyes. Alfredo había saltado de la escalera y se había escabullido  a recoger caramelos por el suelo. Su padre le seguía con la vista. Tenía agarrada la mano de su mujer. Ella reclinó un poco la cabeza sobre su hombro y le sujetaba con fuerza. No se dijeron nada. No hizo falta. Al pasar la última carroza, Baltasar dirigió la vista hacia ellos y, entre toda la multitud, el griterío y la música, sintieron un escalofrío cuando les dedicó un guiño y una sonrisa.