martes, 15 de abril de 2014

Cresteando los Siete Picos con Mery

De todos los lugares en los que pude haber elegido pasar el Domingo de Ramos, no sé si por azar o si por alguna fuerza oculta del destino, al final he estado en el que tenía que estar. 

Este mes de abril ha decidido ser soleado. Una bendición. Habíamos quedado en el aparcamiento del puerto de Navacerrada. Éramos un grupo numeroso. Solo conocía a Chinto. Hay personas que tienen la bondad tatuada en la mirada y Chinto es una de ellas, aunque hoy he visto esa pintura en muchos más rostros. Nos conocimos hace un año y no habíamos vuelto a vernos. Me recibió con un abrazo lleno de cariño. Es mutuo.

Desde el Puerto de Navacerrada sale una senda que es un clásico de la Sierra de Guadarrama: el Camino Smith. Transcurre por la parte alta de los pinares de Valsaín, a la umbría de los Siete Picos. El sol, que ya estaba alto cuando comenzamos a caminar, jugaba al escondite entre las ramas frondosas de esos pinos inmensos, y el deshielo ponía música a los cuatro arroyos que confluyen más abajo formando el Eresma, que va camino de Segovia. 
Los pájaros, quizás mirlos­, hacían los acordes. El paso alegre; como el paisaje. Cruzando el agua sobre las piedras o sobre troncos, sorteando el barro cuando tocaba y en animosa charla con unas y otros, la hilera que formábamos alcanzó el Puerto de la Fuenfría, que es donde termina el camino.

–Siempre que he hecho este camino, hay un momento en el que lo pierdo. A ver si hoy con vosotros me entero.

–¡Pero si es una autopista! –Jesús me miraba con aire divertido.

Caminábamos abriendo fila junto con Eugenio, que era el guía. En el punto en el que la senda se divide para subir al Collado Ventoso, Jesús descubrió dónde me perdí en otras ocasiones.

–Subías por aquí y, pasada la fuente, es cierto, el camino se difumina.

Esta vez no me ocurrió. No equivoqué el camino.

Desde el Puerto de la Fuenfría atacamos la primera cumbre: la del cerro Ventoso. Al ganar altura, las botas disfrutaron pisando sobre las lenguas de nieve que aún sobreviven al sol de las dos últimas semanas. También entre pinos. Achaparrados los del alto del cerro. Bonsais gigantes de formas caprichosas, modelados por el viento o por algún rayo. Las cuestas arriba acallan la charla, pero estrechan lazos. Al llegar, espera, reunión y descanso.  

Al asomarse, se abre a la vista la bajada al collado Ventoso y enfrente, imponente, el segundo de los Siete Picos. El primero queda más a la derecha, más bajo, y tiene nombre –me explica Eugenio–. Majalasna. Los otros seis tienen presencia.

En el collado buscamos asientos de granito. Son menos mullidos pero más secos que la alfombra de terciopelo verde que cubre el suelo. A mi derecha se sienta Sotero. –¡Famoso en el mundo entero!–, me dijo cuando nos presentamos, tendiéndome una mano envuelta en sonrisa. Comparto bocadillo con Marta e Isabel. Cierro los ojos y contemplo cómo el sol y la brisa se pelean por acariciarme el rostro. Sonrío. Sé dónde estoy. Sé lo que siento.

Eugenio da un largo silbido. Coloca los labios de una manera imposible para mí. Y todos en pie. De nuevo el ascenso. Hasta el segundo de los siete. Trepando entre las rocas como los niños, hasta lo más alto, para sentirme pequeño y gigante a la vez, dominando los valles con la vista –Segovia, La Granja, Cercedilla, Navacerrada…–, repasando los nombres de las cumbres. Al pie de ésta, Nacho me da la mano y su mirada. Sé leer en sus ojos.



Retomamos la marcha. Cresteamos los cinco picos que restan. Nos ayudamos en los pasos estrechos entre muros de granito. Bajamos el último nevero de este invierno, hacia la Virgen de las Nieves. Beatriz tira bolas y ríe. 
–Sois como niños–, dice jugando. Pedro cuenta cómo inauguró el helipuerto del Hos-pital de Valdemoro
(hay que solicitar que pongan una placa con su nombre). Posamos para la foto en medio del camino. El francés gesticula. –Pegdón, bategía baja–. Risas. Ángel hace culing. Y todos, contorsionismo para pasar por debajo de la cancela que cierra la entrada a la pista de esquí.

Tres días atrás, el café humeaba en la cocina.

–¿Conocías a Mery?

–Sí. Yo sí la conocía. Compartí con ella el coche la primera vez que salí de ruta. La última vez que coincidí con ella fue en la montaña de Palencia.

Yo no conocía a Mery. Es mi primera salida con ellos. Nos habíamos dividido en tres grupos, porque superábamos la media centena. El mío había comenzado la marcha desde el puerto de Navacerrada. Los otros  dos habían salido desde Casa Cirilo y Camorritos, en la falda sur, para reunirnos todos en el Puerto de la Fuenfría. Por ese puerto pasaba una calzada romana, construida unos setenta años después de la muerte de Cristo y de la que quedan restos, que unía ambas mesetas entre Toledo y Segovia. Muza lo cruzó en 714 con sus huestes a la conquista de Astorga. Felipe V mandó arreglar la calzada en el siglo XVIII para poder veranear en el palacio de La Granja. Hoy estábamos nosotros allí.

Saludos y presentaciones. Me sentía más testigo al principio. Nos sentamos agrupados en el suelo, mirando hacia la ladera del Collado Ventoso; hacia el oriente.

Eugenio tomó la palabra y habló de la vida.

–No desaproveches ningún momento para decir te quiero, porque no sabemos cuando dejaremos de estar aquí.

(Sí, es así; por eso yo te lo digo tan a menudo).

Nacho leyó un texto que Mery había escrito en su muro, y yo sentí que me leía el pensamiento y el corazón:

Subir montañas.
Aprender, avanzar y mejorar. Siempre mejorar.
Luchar y perseverar. Siempre perseverar.
Imaginar y soñar. Siempre soñar.
Compartir, sentir y reír. Siempre reír.
Fracasar y triunfar. Como aprendizaje.
Intuir y prever. Puede no ser cierto lo que ves.
Entender el entorno, que no conoce piedad.
Escuchar las señales, que son legión.
Navegar con calma justa.
Decidir. Es tu libertad.
Asumir el sufrimiento, que alguna vez llegará.
Proteger. El compañero es tu mitad.
Corazón caliente y sangre fría. Humildad debida.
Aún así, nada es seguro. Nadie te obligó y a nadie exigirás.
Luego, bajar de allí y, con las mismas reglas, vivir. *

Sentado sobre la hierba húmeda en La Fuenfría, rodeado por aquel grupo, escuchando a Eugenio y a Nacho, en aquel homenaje a Mery, me di cuenta de que de todos los lugares en los que pude haber elegido pasar el Domingo de Ramos, ahora sé que no por azar, al final he estado en el que tenía que estar. 

(En el Puerto de la Fuenfría, el mediodía del 13 de abril de 2014)




*Carlos Gallego.
http://montanayalpinismoclasico.blogspot.com.es





domingo, 13 de abril de 2014

Por el Puerto del Reventón

Salir de casa, con la legaña pegada aún, después del madrugón y de haber trasnochado –cómo pesan esos mojitos–, y entrar en el metro con la sensación de aventura que supone haber quedado con doce personas que no conoces de nada (cosas del Facebook). Iba pensando, cuando me bajé del metro, en que jamás había entrado en el intercambiador de transportes de la Plaza de Castilla, a pesar de haber sufrido las obras durante años. Ahora estaba parado delante de una larguísima escalera mecánica, buscando en el móvil los detalles de la convocatoria. Andén 36. Rascafría. 

Al final del pasillo, el grupo de personas que esperaban en la fila ataviados con mochilas, me daban la pista de haber llegado bien. Saludos, presentaciones y caras de sueño. Dos horas de viaje en autobús que me dieron para dormir un rato y para escuchar las conversaciones de mis nuevos compañeros. El café y el pis obligado en el pueblo, antes de emprender la marcha, y un día espléndido con mucha luz y buena temperatura.

El valle del Lozoya es hermoso. Contrasta con la vertiente sur de la Cuerda Larga, que lo separa de la abrupta Pedriza del Manzanares de granito descarnado, y con la noroeste de la sierra de Peñalara que se abre al horizonte infinito de la meseta de Castilla. El valle del Lozoya es verde. Un embudo entre montañas preñado de robles, aún sin brotar en este abril ya avanzado, que son reemplazados por pinares al ganar altura, y con brochazos blancos de neveros en las cumbres. El camino es cómodo. La compañía agradable, amena. Fresca en la juventud de Nuria. El paseo da para hablar de todo un poco con unos y otros; para posar ante el valle que se va quedando abajo con la silueta de El Paular en el centro y el puerto de Canencia al fondo. 

El primer tentempié buscando una sombra que los troncos pelados de los robles aún no dan. La comida a la vera del arroyo de Santa María –que es como se llama el que sigue el camino que lleva al puerto del Reventón–, resguardados del viento fresco que se ha levantado hace un rato, traído por una nube que, al principio, no venía con nosotros. 

Tres últimos kilómetros antes de alcanzar el collado que pone Segovia a nuestros pies, huyendo de la tormenta que se está formando, atravesando unos centenares de metros de nieve que nos ablandan las botas. 

Después, descender. De buen humor, charlatanes, dispersos caminando y sorteando como ramas de agua del arroyo del Chorro Grande que el deshielo ha dejado sobre la hierba, tratando de no mojarnos los pies, apostando por cuál será el camino menos húmedo, admirando la llanura a lo lejos.

Y así, hasta dar con la Fuente del Infante, posar de nuevo para las fotos, delante ahora de la choza de piedra que sirve de refugio, y continuar el descenso hasta La Granja de San Ildefonso, que nos franquea el paso a través de huertas salpicadas de puntitos blancos de decenas de cerezos en flor. 

Colorido final el del camino, con el sol de media tarde sacándole brillo a las flores. Las nubes de tormenta se quedaron en Madrid.


Para rematar el día, las cervezas obligadas, los chistes en la parada del autobús, y el arcoiris dejándose ver entre los arcos del acueducto en Segovia. Un día estupendo hemos pasado, ¿verdad?



jueves, 10 de abril de 2014

Entre acacias

–¡Daniel!

Estoy entrando en el portal y la voz de Manuel suena a mi espalda. Es el portero. Una de las personas más amables que he conocido. Vuelvo sobre mis pasos y me asomo a la portería. Me tiende la mano sosteniendo un paquete.

–Gracias.

Continúo hacia el ascensor mirando el sobre.

–¡Eres la monda! –No puedo reprimir dar un medio grito envuelto en sonrisa.

He buscado el remitente, pero no figura ningún nombre de persona. Contiene una pista, eso sí: Entreacacias S.L.

Mi casa, la terraza desde la que ahora escribo, está entre acacias. Y mi vecina está esperando al ascensor –ha entrado en el portal unos metros por delante de mí– y me mira con cierto desconcierto después de haberme oído gritar. Es una mujer hermosa, delgada, de pelo liso, mirada tímida y sonrisa cortés. Hace más o menos un año que vive en la puerta de enfrente. Me da cierta vergüenza no saber su nombre. Tampoco estoy seguro de habérselo preguntado. Tiene una niña de unos cuatro años que se esconde detrás de sus piernas cuando coincidimos en el ascensor. Pero ahora no está con ella. Su marido es un tipo alto, simpático, fuerte, de esos que transmiten seguridad. Tampoco sé como se llama, pero esto no me da ninguna vergüenza. Uno no puede evitar ser como es.
Bueno, ahora sí sé cómo se llaman los dos, porque he tenido que bajar a comprar cervezas y he solventado mi “hurañez” mirando sus nombres en el buzón. 

–Hola. –Me siento en la obligación de darle una explicación (o se la doy porque me da la gana, porque es mona y porque me apetece darle conversación; vaya usted a saber).

–Hola.

–Lo siento. Estaba pensando en voz alta. Es que he recibido un paquete y, aunque no pone el remite, he deducido quién me lo ha enviado por las acacias.

En este momento, mi vecina me mira como si yo fuese extraterrestre. Y puede que no ande muy desencaminada.

–Sí. Es que la acacia es un árbol que tiene una simbología especial para los masones. –No me atrevo a levantar la vista del paquete porque estoy seguro de que si le veo la cara de alucinada que me estoy imaginando, suelto una carcajada y va a pensar que le estoy tomando el pelo. Así que respiro hondo y continúo con mi perorata.

–Es que tengo un amigo que es masón y ha escrito un ensayo. Y me da que ha tenido el detalle de mandarme el libro. 

Sospecho que a mi vecina nunca se le han hecho tan largos los segundos de ascensor compartido. Le cedo el paso en la puerta y me despido de ella en el descansillo. No sé qué pensará. ¿Tendrá prejuicios? Me acuerdo de Jane Austen. Orgullo y prejuicio. Quizás sea por eso. Vaya usted a saber.

Ya en casa, dejo el paquete encima de la mesa del comedor. Retraso el momento de confirmar mis sospechas porque me gusta darme pausas para saborear un momento que me parece bonito, y porque me hago pis. 

La calle es un hervidero. De gente, de luz, de flores, de bullicio. He salido rápido de casa para no llegar tarde a recoger a Arancha de padel. Está abril lleno de acné. Hay días en los que se respira intensidad, energía y buen humor. Hoy comienzan las vacaciones de Semana Santa en los colegios. ¿Os acordáis de esa sensación de euforia? Es contagiosa. Subo la cuesta de Islas Filipinas observándolo todo. Procesando detalles. El policía municipal que detiene el tráfico. La calle que cruzo corriendo para adelantarme al coche que se acerca. El coche que hoy es todos iguales; de color negro. Hace calor. Voy hablando solo. ¿O voy escuchando mis pensamientos? Mi cabeza también es un hervidero. Me hierven los pensamientos. 
Ahora canturrea un pájaro, pero no sé distinguirlo. Hay cosas que no se pueden hablar por teléfono. Y menos con el manos libres del coche y la boca llena. Yo también me voy a tomar una cerveza a tu salud. Cruzamos el parque para acompañar a Alejandra. Todo el mundo cruza hoy el parque. ¡Anda, Celia! Y saca el móvil de la funda. No tienes wifi. Es igual. Los escribo y luego se envían. Soy su espía. ¿Le espía de quién? No entiendes nada, papá. Pues explícamelo. No, es muy largo. ¿Qué haces? Señalo el cielo, la calle. Hoy todo es especial. ¿Por qué? No lo sé. Estás loco –y sonríe–. No, no lo estoy.

Salgo del supermercado con seis latas de cerveza y una botella –de cerveza–. Es para tomármela a tu salud –la botella, ya sabes–. El tipo que pide a la puerta también sonríe. Sonríe siempre. Le doy un euro. Gracias, me dice. Gracias a usted por sonreír. Cruzo la calle. Deme una apuesta para La Primitiva de esta noche. La que va a tocar. Son veinte millones –sonríe–. Si me tocan le regalo uno –le devuelvo la sonrisa–. Regreso a casa (muchas sonrisas en este párrafo; eso es bueno). 
Paro en el buzón. Miro los nombres de mis vecinos. Subo a la terraza. Las acacias ya han brotado, Guillermo. Vuelven a tener hojas. Y la luna está creciendo. La observo entre las ramas de la acacia. También tiene un simbolismo para mí. Y para nosotros.



Ha sido un detalle bonito y me ha hecho mucha ilusión. Quiero salir a correr un rato. Luego me doy una ducha y me leo tu libro. Cuando vengas a la presentación, me lo dedicas. ¿Vale?


El ensayo de Guillermo. Al fondo, las acacias de mi calle.





martes, 8 de abril de 2014

Iscayachi


Iscayachi es un pequeño pueblo en una vasta llanura. El altiplano. A tres mil metros sobre el mar. Cielo azul. Tierra ocre, sin más vegetación que los cactos pintados del mismo polvo que todo el horizonte que la vista alcanza. Bolivia. No muy lejos de la frontera argentina.

En el cementerio local duerme Esther. Tendría diez o doce años cuando se retiró a descansar allí. Ella no lo sabe, pero su nombre perdura en el corazón de mis hijas.

Siempre he tenido un respeto reverencial por las personas que han salido de su tierra y han dejado atrás, a miles de kilómetros, a sus hijos, a sus parejas, a sus padres. Dan sus vidas por ellos. Sacrifican verlos crecer, sonreír, jugar. Sacrifican sus besos, abrazos, caricias, por conseguir recursos económicos con que sostenerles. Cuando observo a mis hijas, su buen humor, sus risas, sus gestos cariñosos, no puedo evitar pensar que en buena parte son así por el cariño que recibieron de tantas mujeres como ella, que nos ayudaron a cuidarlas. Les dieron a mis hijas todo el amor que tenían guardado sus propios hijos. Y era mucho. Tanto, como el sacrificio que estaban haciendo.

A ella la conocí hace ocho años, cuando comenzó a trabajar en casa cuidando de mis hijas. Salió de su patria para ganarse la vida en España y pagarle los estudios a la suya, soñando con poder costearle algún día una carrera universitaria y traérsela aquí. He conocido personas “echadas p’alante”, pero pocas como esta mujer. La coyuntura que fuera la del momento, dificultaba los visados que autorizaban a los peruanos entrar en España. Las cosas estaban más favorables para los bolivianos, supongo que porque se puso de moda en La Moncloa el jersey de rayas de colores. No lo sé. Las mafias que introducen emigrantes en Europa se lo saben. Ella necesitaba un pasaporte. En un país con alta mortalidad infantil, se puede buscar la tumba de un niño en un lugar muy apartado, que haya nacido más o menos en el mismo año. En un país sin registros, se puede solicitar un pasaporte con una partida de nacimiento. Pasó de Perú a Bolivia y de Bolivia a Argentina. Allí trabajó mientras le gestionaban el visado a España, también cuidando niños en una familia. Sus niños argentinos. Me enseñaba las fotografías que guardaba en su cartera.

Entró en mi casa con un nombre que no era el suyo y con pasaporte boliviano. No llevaba ni un día cuando se acercó a mi despacho.

–Señor, tengo que decirle algo.

Y me contó que el pasaporte era falso, que su identidad era otra. Me contó su historia. Asustada.

Hace dos años que no sé de ella. Vino una noche a dormir y cuidar de mis hijas para que yo pudiera ir a la fiesta de cumpleaños de José. Seguía trabajando de interna para ahorrarse el dinero del alquiler. Entonces, en una familia en Pozuelo. La acerqué por la mañana. Luego supe que viajaba a Perú para traerse a su hija. La he llamado en varias ocasiones, pero el número que tengo ya no está operativo.


Recuerdo siempre el día de su cumpleaños, pero ahora mismo no recuerdo su verdadero nombre. Y, quizás, no quiero recordarlo. Porque cuando el pasado jueves les digo a mis hijas que tengo una sorpresa para ellas, no preguntan. Exclaman.  Y siempre es igual:

–¡Viene Esther!

Y las miro. Y sonrío.

–No, no es esa la sorpresa.

La sorpresa, pues no deja de sorprenderme, es que se sigan acordando de ella con tanto afecto después de tantos años. Que la sorpresa que más anhelan es volver a verla. Y que el nombre por el que la recuerdan sea, en realidad, el de una niña que duerme bajo una lápida del cementerio de Iscayachi desde que tenía más o menos la misma edad que ellas. Esa mujer lo tomó prestado para cincelarlo a golpes de cariño en los corazones de mis hijas. Y ahí perduras, Esther.






lunes, 7 de abril de 2014

La peonza

Observo a un niño jugar con una peonza.

Enrolla la cuerda, la lanza al aire y la recoge girando en la palma de su mano.


La deja caer al suelo. Sigue girando. Le da una vuelta al cordón por la punta, da un tirón hacia arriba y la lanza de nuevo al aire para que caiga en su mano otra vez.


Y así, hasta que la peonza deja de rotar.


Estoy en el vestíbulo de la entrada del colegio de mis hijas. Es jueves y he venido a recoger a Jimena. Le gusta quedarse un rato en la biblioteca al terminar las clases. Se siente mayor. Lo que más le gusta es que la avisen por megafonía. Se siente importante.


–¡Jimena Huerga, te esperan en portería!


Tarda en bajar. Mientras espero, observo al niño jugar con la peonza.


Aparece al fin con la mochila llena de libros a la espalda y el abrigo nuevo en la mano. Arrastrándolo por el suelo. Si lo ve su abuela (mi madre), pone el grito en el cielo. Se lo regaló ella.


Siempre aparece sonriente cuando cruza la puerta. Hoy no.


–Hola Jimena.


–Hola.


–Ponte el abrigo, que hace frío. Ten cuidado, no lo arrastres, que se ensucia. Trae la mochila, anda, que te la llevo yo.


No sé qué llevan en las mochilas para que pesen tanto; bueno, sí lo sé: un cargamento de libros. Salimos a la calle.


–¿Qué tal?


–Mal.


–¿Y eso?


Arranque de sollozos.


–¡Me han castigado por culpa de un niño!


Cambia a llanto con hipidos.


–A ver. Tranquilízate. Espera un poco, respira hondo, deja de llorar y me lo cuentas.


Le paso el brazo por el hombro. Caminamos. No controla el llanto.


–Venga, cuenta. Qué ha pasado.


–¡Que me han castigado! A mí y a otra niña. Es que ese niño es tonto. Se ha puesto a molestarnos desde la puerta tirándonos un avión de papel. Le hemos dicho que nos dejara en paz. No nos ha hecho caso. Se lo hemos dicho a la bibliotecaria y nos ha castigado.


Palabras entrecortadas por las lágrimas.


–Pero os ha castigado ¿a qué?


–Nos ha castigado. ¡Teresa es tonta!


No responde a la pregunta. Teresa es la bibliotecaria. Omito cualquier comentario a su juicio de valor: no conozco a Teresa.


–¿A qué os ha castigado? ¿Os ha echado de la biblioteca?


–Sí. No ha dicho que nos fuéramos, que estábamos molestando. ¡Nosotras no hacíamos nada! ¡Era el niño que nos tiraba un avión...!


–¡Pero eso es estupendo! ¡Así habéis podido jugar en el patio todo este rato!


Yo, en plan positivo.


–No hemos ido al patio.


–¿No? ¿Y qué habéis hecho?


–Nada. Nos hemos quedado en la puerta de la biblioteca.


–¿Por qué?


–No sé.


Retoma el llanto.


–¡Y es que no he podido hacer los deberes!


–Bueno... No importa. Así los haces conmigo ahora en casa. Yo te ayudo.


(16-1-2014, una tarde de jueves).