domingo, 30 de agosto de 2015

Afixia.


Me estaba estrangulando. Me hacía una pregunta y me exigía una respuesta. Al principio creía que era un juego y no quería responder. Luego me empecé a asustar. No podía respirar y no podía responder. Quería gritar su nombre. Ordenarle que parase. Me era imposible. Apretaba fuerte. Con saña. El aire no salía ni entraba en mis pulmones. Forcejeé. Agarré sus manos e intenté separarlas. No pude.


Entonces abrí los ojos y me vi solo en el dormitorio. Había sido una pesadilla. Estaba sudando. La ansiedad persistía. Traté de calmarme, de relajarme, de recuperar el control sobre mí, de sentir que la realidad se iba adueñando de mi cuerpo. Me obligué a respirar despacio, recreándome en sentir el paso del aire a mis pulmones.


Cuando me hube repuesto y me atreví a saltar de la cama, me dirigí al baño. Lo hice como a cámara lenta, pensando cada movimiento. Necesitaba agua. En la cara, más que beber. Metí la cabeza debajo del grifo. Al levantarla, me miré en el espejo. Aún sigo aquí. Las manos me tiemblan apoyadas en el lavabo. Tengo frío. El frío del terror. Las marcas de dedos que he visto en mi cuello no son una ilusión.



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—¿Que has hecho?

 —No lo sé. Estoy aturdida. —dijo mientras se miraba las manos. —Ayer tuve una pesadilla. ¡Lo pasé fatal! Soñé que queria matarte, asesinarte. Soñé que te estrangulaba.

 —¿Estás segura de que fue un sueño?

 —No digas esas cosas. No pinta bien pero nunca se sabe.
 
Silencio. Prolongado. Evitando las miradas.
 
—Estas sábanas raspan. No parecen de algodón. Las de seda son más suaves —dijo, por fin, levantando la vista.
 
—Pero dan mas calor.
 
—Sí. Pero las puedes retirar y dejar caer al suelo.

—¿Por qué me replicas a todo?

—¿Lo hago? No tengo esa sensación. Solo la de que estamos hablando, dialogando.

No tienes remedio, afortunadamente. El que más me gusta es el proverbio chino.

—¿Te acuerdas? Yo sí. He pasado a menudo por aquella esquina desde esa tarde. Dirijo la mirada hacia el lugar y siento una punzada en el pecho. Cierro los ojos y aprieto los dientes, los puños y el paso. Y blasfemo también. A veces.
 
—Tengo el vientre hinchado. Me siento como una boa. He comido demasiado.
 
—¿Qué te apetece hacer mañana?
 
—Estar contigo.




Ámame cuando menos lo merezca, ya que es cuando más lo necesito (proverbio chino).


lunes, 17 de agosto de 2015

Cuarto menguante

Una brisa suave en la cara fue lo que me despertó. O tu recuerdo. No abrí los ojos al principio. Hundí los dedos en el frescor de la arena de la playa y dejé que el ruido de las olas me mojase los oídos. Luego me incorporé.

La luna estaba partida por la mitad, en cuarto menguante. A contraluz, recortaba la silueta de una brecha entre las rocas por la que podía verla. Apenas levantaba dos dedos sobre el mar, en el que se reflejaba grande y anaranjada.

Caminé hasta ese lugar de la orilla donde se mueren las olas mojándote los pies. No sé cuánto tiempo pasé ahí. Quizás aún sigo. Quizás fue un sueño. Quizás nunca estuve en esa playa. Quizás me lo imaginé. Quizás confundo los sueños con los recuerdos.


domingo, 2 de agosto de 2015

La luna azul

En el albergue, todos dormían. Diana, la joven hospitalera, cerraba la puerta a las once de la noche, se iba a su casa y dejaba el edificio al cuidado de los peregrinos que descansaban.

A la una de la madrugada le despertaron los ronquidos. En el barracón lleno de literas dormían una veintena de peregrinos. Saltó de la cama, entró en el baño, y bajó a la cocina a hacer tiempo hasta que regresara el sueño. Pero el sueño no quería volver.
Así que recogió sus cosas, se calzó, se colocó la capa de agua y una linterna en la frente y salió. Se paró el en porche.  Miró a la noche, rota por un par de farolas que alumbraban el cruce de la carretera. Sopesó la situación unos segundos 
–¡Pues a seguir! –se dijo. Y cerró por fuera la puerta del albergue.
Ya no había opción de echarse atrás.
Hacía una noche de perros con lluvia y ventisca. Nubes que ocultaban la primera luna de la primavera. El reloj marcaba las tres menos cuarto.

El albergue está apartado unos doscientos metros del camino. Deshizo el trecho que hay hasta el desvío. Cruzó la carretera y se adentró en un bosquecillo. Encendía el frontal en las zonas más frondosas, donde la oscuridad era absoluta, para evitar los charcos. O en los cruces, cuando la poca luz de luna que podía abrirse paso entre nubarrones y árboles, era insuficiente para adivinar dónde estaba la flecha amarilla. Si no, lo apagaba. Prefería que sus ojos se adaptaran a la noche. 
Al principio sintió frío. El viento levantaba el poncho de plástico y la lluvia le golpeaba la cara. Como agujas. Después de diez minutos caminando, la senda comenzó el ascenso a la sierra de Ligonde, y el sudor se mezclaba con la lluvia. Pasó por bosques oscurecidos por su propia espesura que tapaba a la tenue luna, por cruceiros que se volvían fantasmales en las sombras, por caminos embarrados.
Una hora anduvo bajo el agua. El viento fue cesando poco a poco sin que se diera cuenta, y la lluvia con él. En el aire solo quedó la humedad que traía el aroma de los eucaliptos. Dejó atrás otros albergues que aún dormían. Las nubes se abrieron y la luna se asomó entre los jirones, iluminando de plata los prados. 
Aún no había amanecido, cuando llegó a Palas de Rei a eso de las seis y media. Caminaba hacia Santiago. Solo. Acompañado de sus pensamientos, repasando la vida, desbrozando la senda de su corazón. 

Las nubes se abrieron y la luna se asomó entre los jirones,
iluminando de plata los prados.

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Esta tarde, pasadas las ocho, dejé el coche en el parking del Puerto de Navacerrada. Habían anunciado luna llena “azul”. Se me ocurrió así, de repente, que subir a La Maliciosa por el Cerro Guarramillas sería un buen ejercicio para admirar la luna y caminar de noche con esa luz azulada. La Maliciosa es un balcón que se asoma desde 2.227 metros de altitud a La Pedriza de Manzanares, en la Sierra de Guadarrama. Al Cerro Guarramillas se le conoce como La Bola del Mundo. La senda está bien señalizada, es muy transitada y se puede regresar al aparcamiento por una pista de hormigón, en caso de que la visibilidad por la noche sea regular.
No fuimos los únicos “iluminados” por la luna azul. Coincidimos en la explanada de los coches, y en la salida, con un grupo de unas veinte personas.
Al poco de comenzar la ascensión comenzó a llover. Al principio era una lluvia ligera, fina, amable. Al rato, el viento tornó las gotas en agujas frías que se clavaban en la cara. Hubo que sacar chubasqueros, poner fundas a las mochilas, apretar los dientes. Los nubarrones oscurecieron el crepúsculo.
A unas decenas de metros de dejar atrás el aparcamiento, sale un camino de tierra hacia la derecha, y sube hasta una loma que llaman Cuerda de las Cabritillas. Desde ahí, vuelve hacia la izquierda para encontrarse con la pista de hormigón que lleva hasta lo alto de “La Bola”. Al llegar a la loma nos cruzamos con un grupo que regresaba de arriba.
–Se está poniendo feo –nos dijo un hombre que caminaba con un niño de la mano, y nos dimos cuenta de que el resto de la gente que había salido a la vez que nosotros había dado la vuelta.
Decidimos continuar un poco más, hasta el punto en el que el sendero cruza la pista y bajar por ella. Al norte, Castilla se oscurecía entre los colores del ocaso y los nubarrones de la tormenta.

Llegando al final del camino, las nubes también se abrieron y la luna se asomó entre los jirones, iluminando de plata los montes.

Pero, en esta ocasión, no caminaba solo.


Al norte, Castilla se oscurecía entre los colores
del ocaso y los nubarrones de la tormenta.



(La luna "azul" se anunció para la noche del 31 de julio de 2015. Fue la segunda luna de ese verano).