Basta
que esperes a que algo ocurra, para que no pase. Mi portal suele ser bastante
concurrido. No transcurre ni un minuto sin que entre o salga nadie. Pero hace
un rato…
Todo
comenzó por la boina. Sé que no es la prenda de moda de este invierno. Ni lo
fue del pasado ni, me temo, lo vaya a ser del que viene. Es una lástima, porque
a mí siempre me ha parecido una prenda muy distinguida. Será porque mi abuelo
Argimiro, que era un hombre muy serio, no se la quitaba ni para dormir la
siesta. O será porque estoy platónicamente enamorado de Victoria Vera desde que
la vi de niño en Ninette y un señor de Murcia, tocada en esa prenda tan
de mujer francesita. Lo que sea. A mí me gusta mucho. Y tenía yo ilusión por
tener una boina... Realmente tengo una. Es de color verde y lleva una insignia
dorada que representa un machete rodeado por dos ramas de laurel. Aunque no me
veo yo yendo por la calle con la boina verde calada. No soy especialmente
vergonzoso, pero esto ya me parece excesivo. Tampoco sé dónde la tengo.
Afortunadamente, porque capaz soy un día de enajenación de ponérmela…
Ayer
me invitaron a una tertulia en el Café Gijón. Suena un poco a cultureta.
Pero no. Fue una reunión muy divertida en la que conocí a unas personas
maravillosas y pasamos un rato muy agradable. Para empezar, a esa tertulia hay
que ir con boina. Sí. La idea parece ser que partió de Coque. Un tipo muy
simpático, que vino de Alicante solo para asistir a la tertulia. Yo era la primera
vez que participaba y no tenía uniforme. Coque traía una boina para mí.
Todo un detalle. Regresé a mi casa muy orgulloso con la boina puesta. Es cierto
que la gente me miraba por la calle, pero tampoco me importó demasiado. Manuel,
el portero, que es un hombre muy discreto, me saludó con la voz queda y la
educación de siempre, aunque no pudo disimular levantar los ojos hacia mi
cabeza, cuando crucé el portal.
Cuando
esta tarde salía de casa para llevar a mis hijas a la de su madre, me calcé la
boina. Ahí empezó todo. Realmente, no tenía intención de llevarla. Solo quería
hacer la gracia.
María:
-“Papá, si sales así de casa, reniego de ti como hija”.
Arancha.
-¿No te irás a poner eso?
Jimena
me la quitó de la cabeza y, riéndose a carcajadas, se la puso ella, toda
coqueta, de lado y se fue hasta el espejo para mirarse.
-¿Qué
tal me queda?
¡Ay,
mi pequeña Ninette! ¿Quién dice que un hombre no puede enamorarse de más de una
mujer a la vez? Yo estoy enamorado, al menos, de estas tres (sí, al menos, pero
no voy a dar más detalles).
-¡Venga,
papá! ¡Vamos!
-Espera
que me miro en el espejo.
-Vamos,
Jimena, que es tarde.
-¡Papá,
que están protestando por el ascensor!
-Cógeme
la mochila.
-Dame
la boina, Jimena.
¡Zas!
Cierro la puerta.
-¡Eh!
Esperad, que voy a dejar la boina en casa. ¡Vaya! Con la coña de la boina, me
he dejado dentro las llaves.
-¿Y
ahora cómo vas a entrar?
-Con
un plástico fuerte, o una cartulina puedo empujar el resbalón. Tranquilas, no
es problema. ¿Tenéis algo así en las mochilas?
-Pues
no.
-Con
lo que pesan, ya podrían llevar hasta una caja de herramientas,- pensé.
-Me
valen unas hojas del cuaderno dobladas.
-Pues
cógelas del mío.- Jimena se había vuelto a colocar la boina mientras bajábamos
en el ascensor. ¡Me encanta!
Vuelta
de regreso a casa, todo bien. Por el momento. Con la boina en la cabeza (abriga
bastante y está refrescando ya en Madrid). Yo estaba de un humor excelente. En
parte, por mis hijas. Y en parte, porque caminaba delante de mí una mujer con
un culo estupendo, que me recordaba mucho a otro más estupendo todavía, cuya
propietaria no voy a desvelar. Ya lo sabrá ella si me lee. Y si no, también,
porque no me canso de decírselo. Hoy mismo se lo he recordado (porque no me cree).
Así,
con una sonrisa de medio lado y la chapela calada a modo de visera, me planto
en la puerta del portal. En jarras. Una mujer, que estaba parada delante del
escaparate de la tienda de ropa que hay en el local de al lado, me observaba de
reojo con cierta desconfianza.
-Con
suerte, esta señora vive en mi portal,- pensé.
Pues
no. Al poco, se da media vuelta y cruza a la otra acera. O sí, y huyó asustada.
¡Vaya usted a saber! Con boina debo impresionar mucho (que estoy impresionante,
o sea). Yo, "quieto parado". Alguien vendrá pronto...
No.
Basta
con que esperes a que algo ocurra, para que no pase. Mi portal suele ser
bastante concurrido. No transcurre ni un minuto sin que entre o salga nadie.
Pero hace un rato, cuando estuve parado en la calle, no venía nadie. Cinco,
diez, quince minutos… ¡Por fin! Mi vecina la del perro. Bueno, realmente tiene
tres. Los saca a pasear por el jardín de detrás de casa.
-Hola,
buenas noches.- Sonreí y me quité la boina. Con ella en la mano, me vi a mí mismo como la estampa viva de Alfredo
Landa en Los santos inocentes.
Mi
vecina la del perro (bueno, realmente tiene tres), debe estar acostumbrada a
mis excentricidades. Ya me ha pillado en alguna otra. Aún así puso cara de
entre sorna y curiosidad.
-Hola.
-Gracias.
Llevaba esperando un rato porque estoy sin llaves.
Le
resumí los acontecimientos (obviando lo del culo de la transeúnte, que no me
pareció adecuado mencionar), y se despidió de mí deseándome suerte.
-Cualquier
día esta llama a los loqueros,- pensé.
Cogí
el ascensor. Subí. Dejé la boina sobre el felpudo. Arrugué los folios
arrancados del cuaderno de Jimena, tratando de introducirlos entre el marco y
la puerta. Sin éxito.
Me
volví a poner la boina. Cogí el ascensor. Bajé. Salí a la calle. Caminé hasta
el coche. Esta vez, no hubo transeúnte, así que me conformé con recrearme en el
recuerdo y la imaginación del otro; del que me gusta. Mucho mejor. El recuerdo,
digo. Y la imaginación. Esos nunca te fallan.
Esperaba
encontrar algo más consistente que los folios de Jimena, rebuscando en la
guantera. Deseché la rasqueta del hielo. Muy gorda. Eso no cabe. ¡Albricias! La
tarjeta de la O.R.A. Deshice el camino y llegué al portal.
Dos
mujeres hablaban en la puerta. Parece que esta vez no tendría que
esperar.
-Hola,
buenas noches. ¿Vivís aquí? Es que no tengo llaves.
Me
miraron con desconfianza (se me había olvidado quitarme la boina).
-Sí,-
afirmaron con la voz apagada.
No
me pareció que fueran a abrirme. Silencio incómodo, interrumpido cuando se
enciende la luz de dentro y sale por la puerta mi vecina la del perro, que
realmente tiene tres (lo he dicho ya ¿no?).
-Hola.
¿No has podido entrar?
Me
quité la boina.
-No.
Voy a probar con otra cosa.
Cogí
el ascensor. Subí. Dejé la boina sobre el felpudo. Arrugué la tarjeta de la
O.R.A., tratando de introducirla entre el marco y la puerta. Sin éxito.
Me
volví a poner la boina. Cogí el ascensor. Bajé. Salí a la calle. Allí estaban
mis tres vecinas de tertulia a la puerta. La del perro, también (sí, que tiene
tres, que ya lo has dicho, “pesao”). Me uní a la tertulia.
-Necesitaría
una radiografía.
-Yo
tengo una en casa. Te la bajo.
-Muchas
gracias.
Cinco
minutos con tres desconocidas parado de pie en la calle a la puerta del portal,
y con boina, se hacen muy largos. Casi tanto como coincidir en un
ascensor.
-Pues
a mí me pasó una vez y tuve que llamar al cerrajero.
-¿Has
preguntado al portero?
-Y
con una radiografía ¿cómo vas a abrir la puerta?
Por
fin, aparece la señora con su radiografía. Un enema opaco que no pude reprimir
echar un vistazo. Todo en orden (defecto de profesional).
Cogí
el ascensor. Subí. Dejé la boina sobre el felpudo. Maniobré unos minutos con la
placa tratando de introducirla entre el marco y la puerta.
-Hoy
duermo en la escalera,- pensé.
Finalmente
conseguí hacer ceder el resbalón.
Ahora
estoy sentado en el sofá, los pies encima de la mesa y el ordenador sobre las
piernas. Me he atizado un par de vasos del orujo de manzana que me regaló
Carlos (está buenísimo, pero da un poco de resaca). La boina en el apoyabrazos
del sofá. Con un poco de suerte la pongo de moda.
Apuro la copa y me voy a
la cama. A soñar con el culo más perfecto del mundo. Y con Ninette.