Llovía. Había terminado de
amanecer poco antes. Un velo de bruma cubría el bosque de pinos, y el cielo
encapotado no dejaba ver las cumbres.
Echamos a andar. Abrigados. Con
capuchas, polainas y capas de agua. Con bromas y risas. Al rato, nos salimos
del camino hacia un barranco a la derecha. Víctor guiaba al grupo. Con paso
tranquilo, afable y decidido. Parando a explicar curiosidades. Ojos claros y
amables. Voz serena.
–¿A que es bonico este barranco?
Comenzó la ascensión. La lluvia se hizo nieve al ganar
altura, y la nieve quería alfombrar el barro según avanzábamos. Lo consiguió al
llegar al collado. Mientras la espera para reunirse el grupo, que se había
disgregado con la pendiente, Víctor nos mostraba sobre el mapa cómo buscar el
rumbo con la brújula. Arriba. Noreste. Un repecho más. Más nieve.
Y en la cumbre, en el Pico de
Moratalla, el cielo nos quiso obsequiar la visa apartando un rato a las nubes.
Fotos. Bromas. Caídas tontas, llegando y parados. Guerra de bolas de nieve. Revolcones
en un nevero. Una andolina en la cuerda. Comenzó el descenso.
–¡Cuidado con los tobillos!
–¿Pero por dónde nos metes?–,
risas.
–¡Ay, mis rodillas!
La vista del valle, un regalo.
Y la compañía, otro.
Ya no llovía. Hasta casi quiso
salir el sol. Y alcanzamos un camino, ya en el llano –en el altiplano–, y la
nieve se volvió barro. Se pegó a las botas y se aligeró el paso. Había apetito
y ganas de ropa seca.
Y algunas prisas.
–¡Adelanta!– susurros. –Me hago
pis.
Terminamos alrededor de la mesa.
–¿”Habita”? ¿Pero tú de onde ere? Son haba –y risas.
–Vivo en Madrid.
–Ya me parecía a mí. ¿Tú nunca ha probado la haba? –más
risas.
Caldo de pelotas.
–Son albóndigas, pero cocidas. Aquí les llamamos pelotas.
–¡Uy, cómo pica! Se han pasado
con la pimienta.
Chuletas de cordero.
–¿Qué haces? ¡Te he visto! Esta de palo es tuya.
–¿Has probado el orujo de miel?
Es el licor típico de aquí.
–Bueno, os voy a contar mi vida:
yo de niña era majorette y por eso me
conozco todos estos pueblos.
Y así pasamos el día. Y lo
pasamos bien.
La niebla no nos dejó apreciar
del todo el paisaje. Las nubes nos taparon las cumbres. Quizás, gracias a eso,
pude observar mejor la risa contagiosa de Bololo. La buena disposición de
Miguel. Los ojos de Débora, intensos de negro, imposibles de pestañas. El gesto
observador de Lola, que se transformó en sonrisa y complicidad cuando la
pendiente trató de vencer la fortaleza de Pilar –sin lograrlo–. La paciencia
generosa de José. La elocuencia de Carmen. La serenidad de Ginés, la simpatía
de Jeane. La voz de José Merche. La mirada iluminada de Vic. La cara atenta de
la otra Carmen. La presencia de Roberto.