Es
miércoles, y en el bar de mi edificio de okupas favorito hay más ambiente que
en otras ocasiones. También es más temprano. Desentono un poco en el paisaje con mi camisa de Paul & Shark y mis náuticos azules, pero en este lugar a
nadie le importa el aspecto de los demás. El portal es amplio. Al fondo, las
escaleras que suben a los otros pisos. A la izquierda, el bar. A la derecha hay
una puerta cerrada.
Entro en el bar, que es un local amplio. La barra está atestada. Venden la cerveza en
botellas. De tercio y de litro. A un euro y medio la Estrella. La gente fuma, y no precisamente tabaco. El olor dulzón es agradable. Sobre una tarima
hay un tipo flaco que lleva una visera de fieltro. Es de Quito y canta de pie,
con el micrófono pegado a la boca y la guitarra sujeta con una bandolera.
–Soy insumiso y estoy orgulloso de
serlo. Al uniforme y al fusil no quiero ni sí quiera olerlo.
La
música es pegadiza, con ritmo country, y el hombre no entona mal. Las letras de
las canciones, a juego con el lugar.
En
el pasillo que conduce al baño hay una habitación que aloja una tienda. Libros
de segunda mano, mermeladas caseras ecológicas... Sentado detrás de una mesa y
de la pantalla del ordenador está Xaime. Es gallego.
–¿Te
importa que cotillee un rato?
–
Claro que no.
Doy
una vuelta por la habitación. Ojeo las estanterías.
–
¿Vivís en el edificio?
–
No. Es un centro cultural. Aquí no vive nadie. Solo está para las
actividades.
–¿Y
qué dice la propiedad?
Sonríe.
–Quiere
que nos vayamos.
–¿Y
si les pagaseis un alquiler?
–Hemos
querido negociar con ellos. Les hemos propuesto pagar una renta. No quieren
negociar nada. El edificio está parcialmente en ruinas Hemos hecho arreglos. A las
dos últimas plantas no se puede ni entrar.
–No
les mola que estéis aquí, supongo. ¿Y entonces?
–Aguantaremos
hasta que nos echen.
–¿Y
luego? ¿Os iréis a otro edifico?
–
O no. Depende de si la gente quiere que siga el proyecto. Nos regimos por una
asamblea que se reúne todas las semanas y está abierta a todo el que quiera.
Todo el mundo puede participar en las actividades y no se cobran por
ellas.
–¿Cómo
cubrís gastos?
–Con
las bebidas. Se cobran a precio de coste y un poquito más, para pagar la luz y
el agua.
–¿Y
los arreglos del edificio?
–Los
hacemos nosotros. Solo compramos la pintura o los materiales.
–¿Y
no tenéis problemas con Sanidad?
–Todos.
Se
ríe de nuevo. El reto es desafiar las normas. El premio, dar quehacer a los
representantes de la Administración o de cualquier institución que simbolice
autoridad.
–Con
Sanidad, con el ayuntamiento, Justicia, Asuntos Sociales, la policía....
Tenemos inspecciones casi todos los días.
Me
despido con un apretón de manos y salgo al portal. Tengo curiosidad por ver qué
hay al otro lado de la puerta cerrada. Abro y sonrió. Me saluda la pared de
enfrente, pintada con un colorido mural, y un improvisado salón de baile donde
más de veinte parejas trajinan tangos. Requiebros, paradas, arranques.
Las piernas se cruzan y separan. Vueltas. Miradas.
Camino fintando entre los bailarines buscando hueco, hasta llegar a la pared del fondo. Huele a
sudor y a comino. Me apoyo a observar la danza.
Es
flaca. Lleva una falda plisada de fieltro negro y el pelo recogido con una
trenza sobre la cabeza. Baila con la chica de los botines de piel.
Este
otro –repeinado con gomina, americana verde gris de cuadros, mocasines marrones
y léntigo en la cara– pasa de los setenta. Su pareja de baile no llega a los
cuarenta y peina un moño sujeto con una horquilla adornada con una rosa de
tela.
Aquella
del pelo teñido de color caoba, se deja llevar por el paso seguro del hombre de
camisa de rayas azules y negras y de gesto triste. Ella viste un suéter,
también de rayas del mismo color, pero horizontales. Como un gondolero.
Una
mujer aprovecha una pausa en la música y riega el suelo con polvos de talco.
Para que los pies se deslicen mejor cuando acaricien el suelo al son del
bandoneón.
El
tango tiene una vida escondida detrás de cada compás y de cada verso. Esta
gente del salón esconde la suya tras los pasos del baile y el gesto
trascendente. Han terminado de esparcir el talco. Vuelve la música. Entonces
suena ese de Gardel que tanto le gustaba a Félix. Te acercas a mí, nos miramos,
me tiendes tus brazos y salgo a bailarlo contigo. Esta noche hay estrellas
en el cielo.