–Jimena, necesito que me ayudes.
–¿A qué?
–Quiero escribir un cuento pero
no se me ocurre qué contar. Tú tienes mucha imaginación.
Jimena pone cara de sorpresa
aderezada con sonrisa y ojos brillantes.
–De niños y de mayores. Es lo
mismo.
–No. Si es de niños, es un
cuento. Si es de mayores, es un libro.
–Entonces, de niños.
–¿Pero de qué trata el cuento?
Jimena está metida en mi cama,
tapada con el edredón y jugando a Animal Crossing con la Nintendo. Yo, hace rato
que me levanté. Me ha dado tiempo a preparar café, tomarme dos, mojar rebanadas
de pan untadas con mermelada de naranja, leer un rato y medio recoger la cocina
que ha quedado –la frase no es mía, pero me ha encantado– en “modo aleatorio”. Luego me di una ducha y, con el albornoz
puesto, me acosté al lado de mi hija.
– Quiero escribir un cuento que
trate de la leyenda de Arturo, pero en el mundo actual. ¿Conoces la historia de
Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda, y el Mago Merlín?
–No.
Ahora el que pongo cara de
sorpresa soy yo.
–¿En serio? ¿No has visto la
película de Merlín de dibujos animados?
–No.
–Es una leyenda. Es como un
cuento, que ocurrió hace mucho tiempo, en Inglaterra, en la Edad Media. Es la
historia de un niño que… A ver. Había una espada clavada en una roca. Le
leyenda decía que el que sacara la espada de la roca se convertiría en el rey
de Inglaterra. Todos los años se celebraba una fiesta en aquella ciudad y la
gente intentaba arrancar la espada, pero nadie podía. Un día, Arturo –que así
se llamaba el niño– probó a coger la espada y se quedó con ella en la mano.
Estaba destinado a hacerse rey. Cuando fue rey, se juntó con otros once
caballeros y se reunían alrededor de una mesa redonda: los Caballeros de la
Tabla Redonda. Entonces decidieron ir a buscar el Grial y cada uno viajó por
todo el mundo corriendo aventuras, tratando de encontrarlo.
–¿Qué es el Grial?
–Se llama así al cáliz que
utilizó Jesús en la Última Cena. ¿Sabes lo que fue la Última Cena?
–Eso sí.
–Cuenta la leyenda que ese cáliz
lo guardó un hombre que era bueno y se llamaba José de Arimatea, y en él
recogió la sangre de Jesús cuando lo crucificaron y le dieron la lanzada en el
pecho. Pero hay más en esta historia. Arturo se casó con una mujer que se llamaba
Ginebra. Uno de los caballeros de la Tabla Redonda, que se llamaba Lancelot, y
era el mejor amigo de Arturo…
–Había sido su novia– me
interrumpe.
–No exactamente. Cuando Ginebra y
Lancelot se conocieron, se enamoraron perdidamente. Y, además había un mago.
Merlín.
–Lo primero que necesitas es un
título– me aconsejó Jimena.
–Yo había pensado en uno: “La
pasión de Lancelot”.
–No. Mejor “El Mago Merlín”.
–Vale. El Mago Merlín. Espera,
que voy a coger algo para apuntar.
–¡Nooo, pero el ordenador, no que
luego lo escribes!
Me levanté de la cama,
prometiéndole que no cogería el ordenador y fui a buscar mi cuaderno Moleskinne de tapas negras. Regresé a la
habitación y me metí de nuevo bajo el edredón, cuaderno y boli en la mano.
–Ponlo.
–¿El qué?
–El título. Ponlo.
Busqué una página nueva y
escribí: “El Mago Merlín”.
–¿Dónde quieres que sea el cuento
y en qué época?– me pregunta.
–En la época actual y en Madrid.
–¿Pero en primavera, verano,
otoño o invierno?
–Me da igual. Decídelo tú.
–A mí me gusta que haga sol.
–Pues en primavera–, concluyo. Y
empieza a dictarme.
“Érase una vez en primavera, un
niño que vivía en una choza. Era rubio, con ojos claros. Se llamaba Jaime.”
–¡No, Jaime, no!– Se interrumpe a
sí misma. –¡Merlín!–. Sigue dictando.
“Merlín…” –¡Qué pongas Merlín!
–Ya lo he puesto–. Le enseño el
cuaderno.
“Merlín era destinado a ser mago.
Un día Merlín fue a la plaza y vio que mucha gente estaba intentando sacar la
espada de la roca. Merlín lo quiso intentar y…”
–¿Cómo se dice…?– Se interrumpió
a sí misma. –¡Sí!
“Y de repente, en un abrir y
cerrar de ojos, tenía la espada en su mano. Todo el mundo se quedó asombrado”. –Ahora
sigue tú un poco.
“Merlín siempre había querido ser
el rey. No podía soportar que fuese Arturo el destinado a serlo. Se hizo su confidente
para estar cerca de él…”
–¿Qué es confidente?– me preguntó.
–Confidente, amigo.
“Se hizo su amigo y confidente
para estar cerca de él, pero por envidia, para ganarse su confianza y hacerle
daño.”
–Podemos cambiar el título–,
dije. –“El sueño de Merlín”. ¿Qué te parece?
–Vale. Y retoma ella el relato.
“Todo el mundo quería haber
sacado la espada pero, en cambio, la sacó Merlín. Todos tenían envidia de
Merlín, pero Merlín tenía envidia de Arturo. Pasaron tres años y Merlín ya se
había hecho mayor. Se casó con una joven que se llamaba Ginebra. A la boda de
Arturo y Ginebra acudió un señor que Merlín no conocía. Era el padre de Merlín.
Se llamaba Rodrigo. Sabía que se casaba su hijo”.
–A ver, Jimena, que todo esto es
un lío. El que se casa es Arturo, no Merlín. Que lo estás liando todo…
–¡Es un sueño, papá! ¿Qué más te
da?
Argumento incontestable,
sostenido por una sonrisa gigante. Inapelable. Es cierto: es un sueño y puede
ocurrir cualquier cosa.
“El padre de Merlín quería
explicárselo a su hijo, pero al verle en el altar vio que estaba todo perdido.
Ya no tenía tiempo de explicarle nada porque ya había empezado la boda”.
–No entiendo dada, Jimena. ¿Qué
es lo que tenía que explicarle a Merlín?
–Que era su hijo.
–Pero pudo explicárselo después
de la boda…
–Sí, pero eso cuéntalo luego, al
final. Y luego, Merlín se despierta y se da cuenta de que todo era un sueño.