A Alfredo le brillaban los ojos.
Subido al último peldaño de la escalera de aluminio que su padre sujetaba, aún
se ponía de puntillas para tratar de adivinar el cortejo de luces y color que
bajaba por el centro de la calle. Apenas había probado dos bocados en la comida,
a pesar de que su madre le había preparado macarrones con tomate y salchicha,
que era el plato que más le gustaba.
–Papá, la carta. ¿La has tirado?
–¿Tirado? ¡Claro que no!–
Respondió el padre con una sonrisa. –¡Cómo la voy a tirar!
–¡Jo, Papá!
–Pero cómo la voy a tirar. ¿A la
basura?
–¡No! ¡Al buzón!
–¡Ah! Te refieres a que si he
echado la carta al buzón… ¿Crees que es importante?
–¡Claro!– Frunció el ceño. –Si no,
no me traen los regalos.
–Los Reyes son Magos, Alfredo. Aunque
no hubieras escrito la carta, pueden saber lo que has pedido. Si hay algo que
deseas mucho, mucho, mucho los Reyes Magos lo saben, hijo mío. A mamá y a mí,
nos ocurrió una vez, hace nueve años.
–¡Pero la has echado o no, Papá!
–Claro que sí, Alfredo. Estate
tranquilo. –Le pasó la mano por la cabeza revolviéndole el pelo castaño claro,
fuerte y alborotado.
Alfredo acababa de cumplir nueve
años. No había perdido la ilusión. Estaba deseando ir a la cabalgata. Lo que
más le gustaba era coger caramelos. Llevaba una bolsa grande. Cuando pasara la
última carroza, se colaría entre las piernas de la gente para saltar la valla y
llegar a la calzada a recoger los que habían caído al suelo. Era una fiesta de
niños correteando de un lado a otro, antes de que llegaran los coches de la
limpieza barriendo la calle con esos escobones giratorios que se tragaban los
restos de confeti y de envoltorios.
Hacía frío. Mamá le había puesto
el anorak nuevo. Con las manoplas y la capucha ribeteada de peluche puesta en
la cabeza, parecía un esquimal. Ahora veía un hombre vestido de fantasía
caminar sobre unos zancos gigantes. Abría la caravana una mujer metida dentro
de una esfera de cristal que hacía rodar por el asfalto. Cuatro medusas rosas y
gigantes, flotando en el aire, se acercaban y alejaban de la gente, escoltando
a un globo enorme con forma de pez manipulado desde el suelo.
Fueron pasando las carrozas de
muñecos de la tele, de personajes de dibujos animados. El Cartero Real, en una
grande y amarilla con la trompeta de infantería tatuada en los lados y repleta
de sobres.
–Allí va tu carta, hijo.– Escuchó
a su padre señalando con el dedo. Se sentía feliz.
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Aquella mañana había amanecido
lloviendo.
–¿Qué se puede hacer una mañana
de víspera de Reyes lloviendo?– Le había preguntado su mujer. –Me gustaría
saber qué te gusta de los días lluviosos, a ver si le pillo el punto a este…–
le sonrío.
–Calzarse unas katiuskas, ponerse
un buen anorak con capucha, y salir con el niño a pisar charcos.– Respondió el
padre. –No hay cosa que más divierta a un niño que meterse en los charcos. Y a
algunos adultos también.
Se rieron mientras apuraban el
café y miraban a su hijo que les escuchaba divertido.
Más tarde, mientras le secaba el
pelo y le ponía ropa limpia, padre e hijo seguían con su conversación.
–Papá, yo una vez vi a los Reyes
Magos.
–¿En serio?
–Sí. Yo era muy pequeño. Estaba
asustado. Había mucha gente siempre. Y sonidos.
–¿Sonidos? ¿Quieres decir música?
–No. Sonidos. Como pitidos. Y yo
tenía cosas pegadas. No sé. Como hilos, o cuerdas. Y tenía algo en la nariz que
me molestaba y me picaba. Mamá y tú me hablabais, y me cogíais en brazos. Pero
cuando vi a los Reyes estaba solo. Baltasar se acercó a mí –sé que era él– y me dijo algo. Algo de mamá y de ti.
Que no tuviera miedo. Que me queríais mucho y que me iba a cambiar a una cuna
nueva, sin las cuerdas de la nariz. Entonces me cogió en brazos y aparecisteis
mamá y tú.
Enmudeció con las palabras de su
hijo. Retiró la toalla de la cabeza y le abrazó. Emocionado. Como aquella misma
mañana de 5 de enero, nueve años antes. El hijo, de apenas dos meses, en sus brazos; su mujer con el móvil le hacía una fotografía al bebé. Luego, escribió
en un mensaje que mandó a toda la familia acompañando a la foto:
"Buenos días.
Acabo de salir de
la UCI,
me han pasado a un box nuevo
y me han quitado las gafitas
a ver qué tal
respiro."
La cabalgata terminaba. Habían
pasado ya los tres reyes. Alfredo había saltado de la escalera y se había
escabullido a recoger caramelos
por el suelo. Su padre le seguía con la vista. Tenía agarrada la mano de su
mujer. Ella reclinó un poco la cabeza sobre su hombro y le sujetaba con fuerza.
No se dijeron nada. No hizo falta. Al pasar la última carroza, Baltasar dirigió
la vista hacia ellos y, entre toda la multitud, el griterío y la música,
sintieron un escalofrío cuando les dedicó un guiño y una sonrisa.
Que bonito!!!! Seguro que has hecho saltar mas de una lágrima con este relato, pero de emoción y alegría, te guardo un trocito de Roscón de Reyes ;-)
ResponderEliminarBesos.Cris.
Un cuento precioso...Tienen que existir esos Reyes Magos, cuando en una noche tan mágica consiguieron que un niño saliera de UCI :) Me encanta :) :)
ResponderEliminarUn abrazo enorme y mucha suerte.Te cedo el testigo...gracias por mantener la ilusión de compartir...
ResponderEliminarNunca hay que perder la ilusión, Ernesto. Nunca. Por nada. Sin ilusión no se puede vivir.
EliminarUn abrazo.