Corría el año 1410. Era una lluviosa mañana de noviembre.
Donato di Niccolò di Betto Bardi (más conocido como Donatello) había salido a
pasear después de haber estado encerrado durante meses en su estudio. Había
finalizado una talla de madera de un Crucificado que le habían encargado. Se
sentía orgulloso.
En la plaza del Mercado Viejo, actual Plaza de la Republica,
se encontró con su amigo y rival, Filippo Brunelleschi.
–Hola Donato. Hace tiempo que no te veo. ¿En qué andas
ocupado?
-Hola Filippo. ¡Qué bien que te encuentro! Tienes que
acompañarme a mi estudio. Quiero que veas una talla que acabo de terminar. Es
un Cristo crucificado que me han encargado los franciscanos para la iglesia de
la Santa Croce.
Caminaron juntos hasta el taller. La lluvia había cesado.
Una vez dentro, Donatello descorrió los cortinones para dejar entrar la luz y
se dirigió a la talla que estaba situada en el centro de la estancia, cubierta
con una sábana.
La retiró sin apartar la vista de la cara de su amigo,
mostrándole una escultura que representaba la agonía de un hombre, con los ojos
entrecerrados, la boca abierta y el cuerpo caído, vencido por el peso el dolor.
Brunelleschi sonrió.
–Me parece un campesino... |
–¿Te ríes? Dime qué te parece. Te ruego, por nuestra
amistad, que seas sincero.
Bruneleschi le miró en silencio sin contener la sonrisa.
–Me parece un campesino. ¡Vas a colgar un campesino en la
Santa Croce!- Y no pudo reprimir una carcajada.
–Si fuera tan fácil hacer como criticar, mi Cristo te
parecería un Cristo y no un campesino. ¡Si crees que puedes hacerlo mejor, coge
un madero y haz tú una talla así! –respondió enojado y contrariado Donatello.
Fillippo se giró y salió del taller, dejando allí a
Donatello disgustado al pie de la cruz.
Pasaron unos meses en los que ambos amigos evitaron
encontrarse. La vida bullía en una Florencia que iniciaba el apogeo de su
historia tras haber superado la epidemia de peste unas décadas atrás. Grúas por
doquier levantando iglesias, ampliando palacios. Artistas de todo el mundo
trabajando en su decoración. El mercado bullicioso lleno de productos traídos
de los confines de la tierra conocida. La primavera rompía en colores los
campos que rodeaban la capital de la Toscana.
Brunelleschi salió en búsqueda de su amigo, con el que no
había vuelto a hablar desde aquel día. Se habían visto ocasionalmente de lejos,
pero habían evitado el contacto. Lo encontró saliendo del taller y se dirigió
hacia él.
–Hola Donato. Te estaba buscando.
–Si vienes a humillarme de nuevo, mejor que sigas tu camino.
–Nada más lejos de mi intención, amigo –le respondió con
amable sonrisa–. Me pediste que fuera sincero y te di mi opinión. Reconozco que
estuve sarcástico, y te ruego que aceptes mis disculpas. En honor a nuestra
amistad, me gustaría invitarte a comer. Acerquémonos al mercado a comprar algo
de queso, embutido y vino y vayamos a mi estudio.
–Estuviste sarcástico, sí. Y me dolió –se lamentó
Donatello–. Pero es cierto que te pedí sinceridad y fuiste honesto. Acepto tu
invitación.
Caminaron charlando alegremente disfrutando del sol de mayo.
Había llovido la noche anterior y la brisa suave de la mañana traía aromas de
flores de los campos cercanos, que se mezclaban con el olor intenso de la
canela, la pimienta, el comino y la vainilla que se vendían el los puestos del
mercado. Cargaron cada uno con parte de las viandas y se dirigieron al taller
de Brunelleschi. Filippo empujó la puerta y dejó pasar a su amigo.
Al entrar, Donatello se quedó plantado. Instintivamente, se
llevó las manos a la cabeza dejando caer la frasca de vino, que se derramó por
el suelo. La luz que entraba por la ventana iluminaba una hermosa talla de
Jesús crucificado que ocupaba el centro de la habitación. De proporciones
clásicas exactas, anatomía armoniosa, con un gesto majestuoso en la postura y
en el rostro.
–Amigo Filippo, me has vencido. ¡Es hermoso! –reconoció
Donatello–. Es el Cristo más bello que he visto nunca. Realmente, es una imagen
digna de presidir un altar. Está demostrado que tú haces cristos y yo
campesinos.
–¡Es hermoso! –Reconoció Donatello. |
Brunelleschi sonrió satisfecho y orgulloso y, señalando la frasca rota en el
suelo dijo:
–¡Lástima que no podamos brindar por ello!
La risa de ambos se fundió en un abrazo.
Epílogo: esta anécdota la cuenta Giorgio Vasari en su obra
"Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos”. El
Cristo de Bruneleschi se puede admirar en una capilla lateral a la del altar
mayor, en Santa Maria Novella, en Florencia.
A la izquierda, el Cristo de Donatello, en la Iglesia de la
Santa Croce.
A la derecha, la talla de Bruneleschi, en Santa Maria
Novella, ambos en Florencia.
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