Regreso pasados siete meses.
Ahora todo me resulta familiar. Viajo con los papeles en regla. La autorización
de entrada en el país ha llegado a tiempo y no tengo que hacer escala en
Casablanca esperando el visado. El policía de aduanas que nos recibe en el
aeropuerto es el mismo de la otra vez. Igual de correcto, manteniendo las
distancias. Con la amabilidad justa para ser cordial sin caer en la
camaradería. Con la seriedad justa para no imponer temor.
No nos abren las maletas. Ocho,
más el equipaje de mano, cargadas de medicamentos, material quirúrgico, un
autoanalizador para muestras de sangre. No nos es necesario enseñar el
documento expedido por el obispado en el que ruegan que no nos pongan problemas
por tratarse de una misión humanitaria.
Jean Paul, el chófer, nos espera
en el aparcamiento del aeropuerto. Llevo encima francos centroafricanos para
darles una propina a los tres mozos que nos sacan el equipaje hasta el coche,
sin que me pongan mala cara por no tener nada con qué compensarles.
En esta latitud, cercana al
ecuador, hace rato que es de día a las seis de la mañana. Kabalay nos recibe
con el silencio habitual de la hora temprana a la que llegamos. Es un centro de
acogida, un albergue, que la Conferencia Episcopal tiene en D’Jamena, en el que
hacemos escala los que llegamos o salimos del país. O los que vienen a esperar
a alguien o a hacer una gestión a la capital. Esperamos a Jean Paul, después de
haber desayunado pan con miel y Nutela, y agua caliente con café soluble y
leche en polvo. Es lo que hay, pero sienta bien después de haber pasado la
noche casi en vela, tratando de dar una cabezada en el asiento del avión de Air
Maroc que nos ha traído desde Casablanca.
Jean Paul se retrasa. Ha salido
con el coche, una ranchera, a dejar un saco que llevaba en la bandeja trasera y
ha quedado en volver a las siete y media. En la espera, Kabalay se va
despertando y conocemos a Enrique –un comboniano de Getafe que lleva treinta
años en Chad–, y a dos hermanos suyos de la orden: uno es polaco –Sebastian– y el
otro, João, un portugués que viajó en el mismo avión que nosotros.
Nos subimos al coche. Siguiente
etapa del viaje: visitar las oficinas donde nos gestionarán la recogida de
nuestros pasaportes visados. Allí coincidimos de nuevo con los combonianos.
Luego callejeamos un rato por las calles sin asfaltar de Djamena para recoger
unos reactivos para el laboratorio que le han encargado a Jean Paul. Paramos a
llenar de gasoil el depósito y emprendemos un viaje por carretera que va a
durar diez horas.
Vuelvo a ver los rostros y las
escenas que retrataban los cuadros de la exposición de pintura que organizamos
hace un año. Ahora me resultan familiares. Los pastores llevando el ganado, el
joven apoyado en la moto, las mujeres y los niños caminando en fila india y portando
tinajas o leña sobre la cabeza, los rebaños de camellos pastando de los árboles
o cargados con fardos en caravanas conducidas por nómadas, los carros tirados
por bueyes. Se suceden a ambos lados de la carretera mientras el coche avanza,
entre acelerones y frenazos, sorteando los baches. Hasta que pinchamos. El
pinchazo nos obligó a parar dos veces. Una para cambiar la rueda y otra para
reparar la pinchada. Después, el coche no arrancaba y tuvimos que empujar. También
eso es parte del viaje.
La parada para comer la hacemos
en Bongor, ciudad que queda a mitad de camino. El sitio donde comemos es un
local abierto a la calle donde asan pollos en unas brasas a la puerta. Dos
pollos para los cinco nos pareció suficiente comida. Los sirven troceados sobre
una bandeja de metal, con cebolla cruda y una especia picante de color ocre que
no sé cómo se llama , en un montoncito en el que mojas la carne antes de
llevártela a la boca con los dedos. Colocan la fuente en el centro de la mesa
para compartir entre todos. En ese “restaurante” sirven la comida, pero no la
bebida. Para eso tienes que irte al “bar”, dos locales más allá. La otra vez
nos tomamos la cerveza de postre. En esta ocasión preguntamos y se ofrecieron a
acercárnosla al otro bar para que pudiéramos acompañarla con el pollo. La marca
de cerveza del Chad se llama Gala y viene en botellas de dos tercios de litro.
Cuando terminamos, dos niños
recogieron nuestra bandeja, se la llevaron a la mesa de al lado y se comieron
nuestras sobras.
El resto del viaje, cuatro horas
más, transcurre sin más incidencias que el cansancio y el hastío por desear
llegar, y el espectáculo de la puesta de sol sobre las llanuras de los campos
de sorgo, secos en esta época del año.
Al llegar al Bebedjá nos esperan
unas tortillas de patata que ha preparado Brigitte, la cocinera chadiana que se
crió en el hospital bajo la tutela de sor Magdalena. Ya retirado, pensando en
el mes de trabajo que tenemos por delante, escribo sentado a la mesa del mismo
cuarto que ocupé hace unos meses. Y la sensación que tengo es la de estar en
casa.
Desde Bebedjiá, el 13 de febrero de 2017.