martes, 24 de diciembre de 2013

Canción de Navidad

Las llamas bailaban en la chimenea consumiendo el tronco de encina. Ismael, sentado frente al fuego, observaba las brasas incandescentes que se reflejaban en sus pupilas. El salón, iluminado solo por la luz de la hoguera, era el campo de batalla de una fiesta en la que el niño se sintió como un mueble más.

Quedaban trozos de espumillón y de confeti por el suelo, copas a medio vaciar en la mesa, algunos platos con restos de comida. Hacía rato que todos se habían ido a dormir. Los mayores, se cansaron antes. Los niños se quedaron un rato más, contando chistes, riéndose. Él se quedó sentado en el sofá, invisible, apartado, quieto, callado. En un rincón del salón, el parpadeo de las luces del árbol jugaba con las sombras producidas por las llamas. Como una danza desacompasada. La cadencia fija de un bailarín contrastaba con los movimientos al azar del otro.

No tenía sueño. Al pie del árbol seguía el regalo, que no había querido abrir. Aquel año que ahora se consumía como la leña, le había traído dolor y soledad. Fue en septiembre cuando sus padres le dejaron un fin de semana en casa de sus tíos para hacer una escapada. Celebraban su aniversario. Nunca regresaron. Fue su abuelo quien le dio la noticia. Volvía de un cumpleaños en casa de su mejor amigo. Al bajar al portal, el abuelo tenía el gesto serio y triste, a pesar de disimular una medio sonrisa. No necesitó preguntarle. La punzada que sintió en el pecho fue suficiente para saber lo que había ocurrido. Y así, abrazados, el abuelo de rodillas, rompieron los dos en un llanto silencioso que duró una eternidad.

–Yo también les echo de menos, Ismael.

La voz grave de su abuelo le sobresaltó. No se había percatado de su presencia. Ahora estaba sentado a su lado.

–No has abierto tu regalo.

–No.

–¿Tú crees en la magia?

–¿Magia? ¿Hay que creer en la magia?

–La magia existe, Ismael.

–¿Te refieres a los juegos de magia? ¿Con cartas? ¿Sacar conejos de un sombrero?

–No. Me refiero a la magia que nace de la ilusión, del deseo de hacer real lo que parece imposible o inalcanzable, de los sueños.

–No lo sé, abuelo. Están siendo unas navidades tristes. Yo no tengo ilusión por nada.

–Imagínate por un momento que hubiera sido al revés. ¿Cómo se sentirían tus padres?

–Muy tristes…

–Indudablemente. Pero si tú les pudieras estar viendo aquí, sentados, mirándose con los ojos humedecidos, abrazados y sin consuelo, ¿cómo te sentirías?

–Mal supongo. No me gustaría verlos tristes.

–Eso les pasa a ellos. No les gusta verte así.

–Pero yo no puedo evitar sentirme mal, abuelo.

–¡Claro que puedes!

–No, no puedo. Antes, cuando estaban mis primos cantando, cuando estábamos cenando… No podía dejar de pensar en mi madre, que preparaba siempre una obra de teatro con todos nosotros, o inventaba juegos, o en mi padre, que se disfrazaba que contaba chistes malos, que ponía la música…

–¿Y? Tus padres están vivos porque existe la magia, Ismael. Están en tus recuerdos y en los míos. Están en tu corazón. Anda, toma.– Le tendió con un guiño la cajita envuelta en papel verde con un lazo rojo. –Abre tu regalo. Yo me voy a dormir.

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Las llamas bailaban en la chimenea consumiendo el tronco de encina. Ismael, sentado frente al fuego, observaba las brasas incandescentes que se reflejaban en sus pupilas. El salón, iluminado solo por la luz de la hoguera, era el campo de batalla de una fiesta. Quedaban trozos de espumillón y de confeti por el suelo, copas a medio vaciar en la mesa, algunos platos con restos de comida… Ahora estaban sentados alrededor del fuego. Los niños miraban a sus padres. Ismael apartó la vista del fuego. Los padres entonaban canciones al son de las guitarras. Eran canciones de amor, que recitaban entretejidas por el hilo de la complicidad.
Sonriéndose. Los acordes, el arpegio, la voz de ella, hermosa, dulce, que se elevaba por encima del fuego. Ismael levantó un segundo la mirada de los ojos de la mujer y la dirigió al retrato de su abuelo que colgaba de la pared. Y sonrió: su abuelo, desde el cuadro, le había guiñado un ojo.

–Es cierto abuelo.– Pensó. –La magia existe.

Y volvió de nuevo la vista hacia ella, para acometer juntos la siguiente estrofa de aquél poema de Silvio que habían comenzado hace tantos años a cantar.





2 comentarios:

  1. Precioso....
    Feliz Navidad Daniel, espero poder seguir disfrutando tanto de tus relatos por muchas Navidades, una vez mas Gracias!!!
    Besos, Cris

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