De todos los lugares en
los que pude haber elegido pasar el Domingo de Ramos, no sé si por azar o si
por alguna fuerza oculta del destino, al final he estado en el que tenía que
estar.
Este mes de abril ha
decidido ser soleado. Una bendición. Habíamos quedado en el aparcamiento del
puerto de Navacerrada. Éramos un grupo numeroso. Solo conocía a Chinto.
Hay personas que tienen la bondad tatuada en la mirada y Chinto es una de
ellas, aunque hoy he visto esa pintura en muchos más rostros. Nos conocimos hace
un año y no habíamos vuelto a vernos. Me recibió con un abrazo lleno de cariño.
Es mutuo.
Desde el Puerto de
Navacerrada sale una senda que es un
clásico de la Sierra de Guadarrama: el Camino Smith. Transcurre por la
parte alta de los pinares de Valsaín, a la umbría de los Siete Picos. El sol,
que ya estaba alto cuando comenzamos a caminar, jugaba al escondite entre las
ramas frondosas de esos pinos inmensos, y el deshielo ponía música a los cuatro
arroyos que confluyen más abajo formando el Eresma, que va camino de Segovia.
Los pájaros, quizás mirlos, hacían los acordes. El paso alegre; como el
paisaje. Cruzando el agua sobre las piedras o sobre troncos, sorteando el barro
cuando tocaba y en animosa charla con unas y otros, la hilera que formábamos alcanzó
el Puerto de la Fuenfría, que es donde termina el camino.
–Siempre que he hecho
este camino, hay un momento en el que lo pierdo. A ver si hoy con vosotros me
entero.
–¡Pero si es una
autopista! –Jesús me miraba con aire divertido.
Caminábamos abriendo fila
junto con Eugenio, que era el guía. En el punto en el que la senda se divide
para subir al Collado Ventoso, Jesús descubrió dónde me perdí en otras
ocasiones.
–Subías por aquí y,
pasada la fuente, es cierto, el camino se difumina.
Esta vez no me ocurrió.
No equivoqué el camino.
Desde el Puerto de la
Fuenfría atacamos la primera cumbre: la del cerro Ventoso. Al ganar altura, las
botas disfrutaron pisando sobre las lenguas de nieve que aún sobreviven al sol
de las dos últimas semanas. También entre pinos. Achaparrados los del alto del
cerro. Bonsais gigantes de formas caprichosas, modelados por el viento o por
algún rayo. Las cuestas arriba acallan la charla, pero estrechan lazos. Al
llegar, espera, reunión y descanso.
Al asomarse, se abre a la vista la bajada
al collado Ventoso y enfrente, imponente, el segundo de los Siete Picos. El
primero queda más a la derecha, más bajo, y tiene nombre –me explica Eugenio–.
Majalasna. Los otros seis tienen presencia.
En el collado buscamos
asientos de granito. Son menos mullidos pero más secos que la alfombra de
terciopelo verde que cubre el suelo. A mi derecha se sienta Sotero. –¡Famoso en
el mundo entero!–, me dijo cuando nos presentamos, tendiéndome una mano
envuelta en sonrisa. Comparto bocadillo con Marta e Isabel. Cierro los ojos y contemplo
cómo el sol y la brisa se pelean por acariciarme el rostro. Sonrío. Sé dónde estoy. Sé lo que siento.
Eugenio da un largo silbido. Coloca los
labios de una manera imposible para mí. Y todos en pie. De nuevo el ascenso.
Hasta el segundo de los siete. Trepando entre las rocas como los niños, hasta
lo más alto, para sentirme pequeño y gigante a la vez, dominando los valles con
la vista –Segovia, La Granja, Cercedilla, Navacerrada…–, repasando los nombres
de las cumbres. Al pie de ésta, Nacho me da la mano y su mirada. Sé leer en sus ojos.
Retomamos la marcha.
Cresteamos los cinco picos que restan. Nos ayudamos en los pasos estrechos
entre muros de granito. Bajamos el último nevero de este invierno, hacia la
Virgen de las Nieves. Beatriz tira bolas y ríe.
–Sois como niños–, dice jugando.
Pedro cuenta cómo inauguró el helipuerto del Hos-pital de Valdemoro
(hay que solicitar que pongan una placa con su nombre). Posamos para la foto en medio del camino. El francés gesticula. –Pegdón, bategía baja–. Risas. Ángel hace culing. Y todos, contorsionismo para pasar por debajo de la cancela que cierra la entrada a la pista de esquí.
(hay que solicitar que pongan una placa con su nombre). Posamos para la foto en medio del camino. El francés gesticula. –Pegdón, bategía baja–. Risas. Ángel hace culing. Y todos, contorsionismo para pasar por debajo de la cancela que cierra la entrada a la pista de esquí.
Tres días atrás, el café
humeaba en la cocina.
–¿Conocías a Mery?
–Sí. Yo sí la conocía.
Compartí con ella el coche la primera vez que salí de ruta. La última vez que
coincidí con ella fue en la montaña de Palencia.
Yo no conocía a Mery. Es
mi primera salida con ellos. Nos habíamos dividido en tres grupos, porque
superábamos la media centena. El mío había comenzado la marcha desde el puerto
de Navacerrada. Los otros dos habían salido desde Casa Cirilo y Camorritos, en la
falda sur, para reunirnos todos en el Puerto de la Fuenfría. Por ese puerto
pasaba una calzada romana, construida unos setenta años después de la muerte de
Cristo y de la que quedan restos, que unía ambas mesetas entre Toledo y
Segovia. Muza lo cruzó en 714 con sus huestes a la conquista de Astorga. Felipe
V mandó arreglar la calzada en el siglo XVIII para poder veranear en el palacio
de La Granja. Hoy estábamos nosotros allí.
Saludos y presentaciones.
Me sentía más testigo al principio. Nos sentamos agrupados en el suelo, mirando
hacia la ladera del Collado Ventoso; hacia el oriente.
Eugenio tomó la palabra y
habló de la vida.
–No desaproveches ningún
momento para decir te quiero, porque no sabemos cuando dejaremos de estar aquí.
(Sí, es así; por eso yo
te lo digo tan a menudo).
Nacho leyó un texto que Mery
había escrito en su muro, y yo sentí que me leía el pensamiento y el corazón:
Subir montañas.
Aprender, avanzar y mejorar. Siempre mejorar.
Luchar y perseverar. Siempre perseverar.
Imaginar y soñar. Siempre soñar.
Compartir, sentir y reír. Siempre reír.
Fracasar y triunfar. Como aprendizaje.
Intuir y prever. Puede no ser cierto lo que ves.
Entender el entorno, que no conoce piedad.
Escuchar las señales, que son legión.
Navegar con calma justa.
Decidir. Es tu libertad.
Asumir el sufrimiento, que alguna vez llegará.
Proteger. El compañero es tu mitad.
Corazón caliente y sangre fría. Humildad debida.
Aún así, nada es seguro. Nadie te obligó y a nadie exigirás.
Luego, bajar de allí y, con las mismas reglas, vivir. *
Sentado sobre la hierba
húmeda en La Fuenfría, rodeado por aquel grupo, escuchando a Eugenio y a Nacho,
en aquel homenaje a Mery, me di cuenta de que de todos los lugares en los que
pude haber elegido pasar el Domingo de Ramos, ahora sé que no por azar, al
final he estado en el que tenía que estar.
(En el Puerto de la Fuenfría,
el mediodía del 13 de abril de 2014)
*Carlos Gallego.
http://montanayalpinismoclasico.blogspot.com.es