domingo, 13 de abril de 2014

Por el Puerto del Reventón

Salir de casa, con la legaña pegada aún, después del madrugón y de haber trasnochado –cómo pesan esos mojitos–, y entrar en el metro con la sensación de aventura que supone haber quedado con doce personas que no conoces de nada (cosas del Facebook). Iba pensando, cuando me bajé del metro, en que jamás había entrado en el intercambiador de transportes de la Plaza de Castilla, a pesar de haber sufrido las obras durante años. Ahora estaba parado delante de una larguísima escalera mecánica, buscando en el móvil los detalles de la convocatoria. Andén 36. Rascafría. 

Al final del pasillo, el grupo de personas que esperaban en la fila ataviados con mochilas, me daban la pista de haber llegado bien. Saludos, presentaciones y caras de sueño. Dos horas de viaje en autobús que me dieron para dormir un rato y para escuchar las conversaciones de mis nuevos compañeros. El café y el pis obligado en el pueblo, antes de emprender la marcha, y un día espléndido con mucha luz y buena temperatura.

El valle del Lozoya es hermoso. Contrasta con la vertiente sur de la Cuerda Larga, que lo separa de la abrupta Pedriza del Manzanares de granito descarnado, y con la noroeste de la sierra de Peñalara que se abre al horizonte infinito de la meseta de Castilla. El valle del Lozoya es verde. Un embudo entre montañas preñado de robles, aún sin brotar en este abril ya avanzado, que son reemplazados por pinares al ganar altura, y con brochazos blancos de neveros en las cumbres. El camino es cómodo. La compañía agradable, amena. Fresca en la juventud de Nuria. El paseo da para hablar de todo un poco con unos y otros; para posar ante el valle que se va quedando abajo con la silueta de El Paular en el centro y el puerto de Canencia al fondo. 

El primer tentempié buscando una sombra que los troncos pelados de los robles aún no dan. La comida a la vera del arroyo de Santa María –que es como se llama el que sigue el camino que lleva al puerto del Reventón–, resguardados del viento fresco que se ha levantado hace un rato, traído por una nube que, al principio, no venía con nosotros. 

Tres últimos kilómetros antes de alcanzar el collado que pone Segovia a nuestros pies, huyendo de la tormenta que se está formando, atravesando unos centenares de metros de nieve que nos ablandan las botas. 

Después, descender. De buen humor, charlatanes, dispersos caminando y sorteando como ramas de agua del arroyo del Chorro Grande que el deshielo ha dejado sobre la hierba, tratando de no mojarnos los pies, apostando por cuál será el camino menos húmedo, admirando la llanura a lo lejos.

Y así, hasta dar con la Fuente del Infante, posar de nuevo para las fotos, delante ahora de la choza de piedra que sirve de refugio, y continuar el descenso hasta La Granja de San Ildefonso, que nos franquea el paso a través de huertas salpicadas de puntitos blancos de decenas de cerezos en flor. 

Colorido final el del camino, con el sol de media tarde sacándole brillo a las flores. Las nubes de tormenta se quedaron en Madrid.


Para rematar el día, las cervezas obligadas, los chistes en la parada del autobús, y el arcoiris dejándose ver entre los arcos del acueducto en Segovia. Un día estupendo hemos pasado, ¿verdad?



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