lunes, 21 de julio de 2014

El viento.

No puedo fotografiar el viento. Es una lástima porque es bonito.
Esta mañana el sol se asomaba a un nuevo día calmo. A un mar tranquilo, casi sin olas.
Seis horas después sopla un levante tan fuerte que, si la playa fuera de arena fina, tendríamos que llevar tagelmust para protegernos la cara, como los tuaregs.
Lo bueno del viento es que no sientes el calor del sol, que ahora está en el cénit. Estoy a unos veinte metros de la rompiente y me alcanzan algunos rociones cuando las olas son más altas.
Lo malo es que no te puedes levantar de la toalla sin estar dispuesto a correr los cien metros lisos detrás de ella, si se tercia (y se tercia, sí).
A Evaristo le fastidia que haya viento. Es normal en su caso. Evaristo es un hombre con mucha vida vivida en su mirada y muchos años pintados en los surcos de su cara. Lleva el negocio de hamacas del trozo de playa donde me suelo aposentar. Yo no uso hamaca. Ni silla. Soy más de suelo, de tierra. Así que no soy cliente suyo, pero le saludo todas las mañanas y ya sé que su hijo y yo somos tocayos. Evaristo es un tipo menudo pero recio. Brazos nervudos y delgados, y la piel adornada por una cartografía de vitíligo. Es simpático. No apea la sonrisa. Y tiene acogidos en adopción temporal a todos los niños de cien metros a la redonda, sean clientes suyos o no. En esa guardería improvisada, Evaristo tiene juguetes, cubos, palas de escarbar y palas de pelotear, hinchables... Cuando sopla mucho viento, se le vuela la clientela.
Hace un par de días –entonces era poniente y bufaba menos– se me lamentaba de ello: "Tengo gente contratada para la jornada y..."
–Evaristo–, le dije, –habrá que ponerle buena cara al mal tiempo.
–Pues también es verdad–, me respondió. Y lo dijo manteniendo la sonrisa que no había aparcado ni para emitir la queja, con la calma que da la sabiduría de los años, de comprender que de nada sirve enfrentarse al destino.
Tampoco al viento.


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