Salgo de casa cuando aún es de
noche. Ya clarea algo, sí, pero hay más sombras que luz y siguen encendidas las
farolas.
Me obligo a salir. Me da pereza.
Me calzo las zapatillas y una camiseta vieja. Me había despertado temprano.
Eché en una taza los restos de la cafetera de ayer y me senté en la terraza.
Ya en la calle comienzo a trotar.
Un paso, otro, la respiración acompasada, despacio, rítmico... No, no estoy
echando un polvo pero, con esta descripción, lo parece.
Hay un paseo que transcurre al
borde de la playa. A poca distancia de casa, el paseo se termina. La playa no.
La playa sigue varios kilómetros en lo que no hay nada. Nada es nada. Solo un
camino de tierra. A mi izquierda, playa. A mi derecha una salina.
No soy el único que anda suelto a
estas horas. Hay un tipo estirando donde se acaba el paseo. Mallas cortas
marcando paquete y camiseta ajustada de fibra. Yo tengo unas mallas de esas. Me
las regaló un bombero. Llevan grabadas en pequeñito el escudo de la Comunidad
de Madrid. Es un bombero madrileño, aunque ya está retirado a pesar de ser
joven. Ha enviudado hace poco, pero eso es otra historia. Y es su historia.
Solo me he puesto las mallas una
vez. Se me rozaron las piernas. La entrepierna, para ser exactos. Ahí las
guardo en el armario, pero ya no me las pongo ni para marcar paquete delante
del espejo. Salgo a correr con un pantalón gris de algodón del año de la tana
(no sé qué o quién es la tana, si es nombre propio o no; pero me da pereza
mirarlo). Y aquí, salgo en bañador.
Saludo al tipo de las mallas y
sigo. Al rato me adelanta una bicicleta de montaña. El ruido de la cadena al
engranarse en los piñones se escucha por encima de la música de mis
auriculares. ¡Y menos mal! Yo voy absorto y, si no le llego a oír, igual me
atropella.
Este erial con sus caminos de
tierra debe tener algún acceso para los coches, porque encuentro dos aparcados.
En uno de ellos, vislumbro movimiento en su interior y me parece ver cómo
alguien trata de cubrir, con una camiseta o similar, el cristal de la ventanilla
trasera que tiene las vistas a mi trayectoria. Giro la cabeza hacia otro lado
para no resultar indiscreto. Soy algo miope, corro sin gafas y, a cierta
distancia y con poca luz, no veo un pimiento. Pero los amantes no lo saben y a
mí me da mucho respeto que se sientan importunados.
He visto, al pasar, una tienda de
campaña en la playa. Eso fue cerca del primer coche. Ahora he dejado ambos
atrás y se hace un silencio. Es la pausa entre dos canciones. No se oye nada.
Solo mi respiración. Entonces arrancan los compases de una canción de Silvio
que me recuerda a ti. Siempre que salgo a correr vienes conmigo.
Llevo veinte minutos. Son poco
más de las siete. Ceso la carrera y me dirijo al mar. Me descalzo cerca de la
orilla. Parece un lago. Plano. Aquí no se oye más que el murmullo del agua
rompiendo en la orilla. Al salir de casa cantaban multitud de pájaros. Es el
sonido de las madrugadas en cualquier lugar, salvo a la orilla del mar. Estoy
rodeado de gaviotas, pero son gaviotas mudas. Ni graznan.
Sumergirte en el mar cuando estás
sudando y aún no ha salido el sol es... (a ver qué pongo yo aquí para que no
quede cursi). ¡Es la leche! No es muy poético, pero todo el mundo lo entiende.
Es "la hostia", también, pero suena más fuerte. A blasfemia. Y no es
plan. Por cierto, que hostia se escribe con hache. Sin hache, también, pero
entonces es con mayúscula, porque es el nombre de una ciudad de Italia. A lo
mejor por eso lo escriben a veces sin hache. Porque hacen referencia a esa
ciudad. Debe de ser muy grande, o muy bonita. No lo sé, no la conozco.
Estaba en el agua, que me voy por
las ramas. Sumergido hasta el cuello, mirando al horizonte, a levante. Por
donde ha de salir el sol. Pero hay bruma.
También hay gente pescando. Se
ponen en la orilla, con unas cañas muy largas. Lanzan con fuerza el aparejo y
dejan la caña clavada en la arena mientras esperan sentados en una silla
plegable. Están solos. Pasan aquí la noche. Algunos vienen de lejos. Tengo dos
a mi lado. A la derecha y a la izquierda. A unos doscientos metros.
Hay un hombre que se baña desnudo
y luego se tumba a tomar el sol. Tiene un estoma. Hoy no le he visto.
Un tipo se pasea por la playa con
un detector de metales. Se parece a esos cacharros que se ven en las películas
de guerra para detectar minas. Viste un bañador de bermudas, una camiseta
blanca con la Union Jack pintada en el pecho y cubierta con una camisa beige
desabrochada y arremangada, y un chambergo gris en la cabeza. En el bolsillo
del bañador asoma el mango de plástico de una pala o un rastrillo, que no lo
sé. Tampoco sé qué es lo que busca en la arena. Supongo que monedas o alguna
joya que alguien haya extraviado, porque las latas vacías no creo que le renten
mucho. Teniendo en cuenta que en esta parte de la playa viene poca gente y lo
suele hacer en porretas, no le auguro mucho éxito. Pero ¿quién sabe?
Una pareja a la orilla del mar.
Ella está recostada boca abajo sobre el vientre de él, cubriendo su desnudez.
Él la acaricia el pelo. En esa calma que se produce después de haber hecho el
amor. Me inspira ternura, y un poco de envidia, su falta de pudor. Yo quiero
pasar una noche de verano así contigo. Desnudos en la orilla del mar.
El sol ya está alto. Las nubes no
me han dejado verlo asomar. Ya se me ha secado la piel. Me gusta el sabor a sal
de la piel. Me gusta besarte después de haberte bañado en el mar.
Me vuelvo a casa. Voy a hacer café.
¿Te vienes?
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