domingo, 27 de julio de 2014

Los secretos de la madrugada.


Salgo de casa cuando aún es de noche. Ya clarea algo, sí, pero hay más sombras que luz y siguen encendidas las farolas.

Me obligo a salir. Me da pereza. Me calzo las zapatillas y una camiseta vieja. Me había despertado temprano. Eché en una taza los restos de la cafetera de ayer y me senté en la terraza.

Ya en la calle comienzo a trotar. Un paso, otro, la respiración acompasada, despacio, rítmico... No, no estoy echando un polvo pero, con esta descripción, lo parece.

Hay un paseo que transcurre al borde de la playa. A poca distancia de casa, el paseo se termina. La playa no. La playa sigue varios kilómetros en lo que no hay nada. Nada es nada. Solo un camino de tierra. A mi izquierda, playa. A mi derecha una salina.

No soy el único que anda suelto a estas horas. Hay un tipo estirando donde se acaba el paseo. Mallas cortas marcando paquete y camiseta ajustada de fibra. Yo tengo unas mallas de esas. Me las regaló un bombero. Llevan grabadas en pequeñito el escudo de la Comunidad de Madrid. Es un bombero madrileño, aunque ya está retirado a pesar de ser joven. Ha enviudado hace poco, pero eso es otra historia. Y es su historia.

Solo me he puesto las mallas una vez. Se me rozaron las piernas. La entrepierna, para ser exactos. Ahí las guardo en el armario, pero ya no me las pongo ni para marcar paquete delante del espejo. Salgo a correr con un pantalón gris de algodón del año de la tana (no sé qué o quién es la tana, si es nombre propio o no; pero me da pereza mirarlo). Y aquí, salgo en bañador.

Saludo al tipo de las mallas y sigo. Al rato me adelanta una bicicleta de montaña. El ruido de la cadena al engranarse en los piñones se escucha por encima de la música de mis auriculares. ¡Y menos mal! Yo voy absorto y, si no le llego a oír, igual me atropella.

Este erial con sus caminos de tierra debe tener algún acceso para los coches, porque encuentro dos aparcados. En uno de ellos, vislumbro movimiento en su interior y me parece ver cómo alguien trata de cubrir, con una camiseta o similar, el cristal de la ventanilla trasera que tiene las vistas a mi trayectoria. Giro la cabeza hacia otro lado para no resultar indiscreto. Soy algo miope, corro sin gafas y, a cierta distancia y con poca luz, no veo un pimiento. Pero los amantes no lo saben y a mí me da mucho respeto que se sientan importunados.

He visto, al pasar, una tienda de campaña en la playa. Eso fue cerca del primer coche. Ahora he dejado ambos atrás y se hace un silencio. Es la pausa entre dos canciones. No se oye nada. Solo mi respiración. Entonces arrancan los compases de una canción de Silvio que me recuerda a ti. Siempre que salgo a correr vienes conmigo.

Llevo veinte minutos. Son poco más de las siete. Ceso la carrera y me dirijo al mar. Me descalzo cerca de la orilla. Parece un lago. Plano. Aquí no se oye más que el murmullo del agua rompiendo en la orilla. Al salir de casa cantaban multitud de pájaros. Es el sonido de las madrugadas en cualquier lugar, salvo a la orilla del mar. Estoy rodeado de gaviotas, pero son gaviotas mudas. Ni graznan.

Sumergirte en el mar cuando estás sudando y aún no ha salido el sol es... (a ver qué pongo yo aquí para que no quede cursi). ¡Es la leche! No es muy poético, pero todo el mundo lo entiende. Es "la hostia", también, pero suena más fuerte. A blasfemia. Y no es plan. Por cierto, que hostia se escribe con hache. Sin hache, también, pero entonces es con mayúscula, porque es el nombre de una ciudad de Italia. A lo mejor por eso lo escriben a veces sin hache. Porque hacen referencia a esa ciudad. Debe de ser muy grande, o muy bonita. No lo sé, no la conozco.

Estaba en el agua, que me voy por las ramas. Sumergido hasta el cuello, mirando al horizonte, a levante. Por donde ha de salir el sol. Pero hay bruma.

También hay gente pescando. Se ponen en la orilla, con unas cañas muy largas. Lanzan con fuerza el aparejo y dejan la caña clavada en la arena mientras esperan sentados en una silla plegable. Están solos. Pasan aquí la noche. Algunos vienen de lejos. Tengo dos a mi lado. A la derecha y a la izquierda. A unos doscientos metros.

Hay un hombre que se baña desnudo y luego se tumba a tomar el sol. Tiene un estoma. Hoy no le he visto.

Un tipo se pasea por la playa con un detector de metales. Se parece a esos cacharros que se ven en las películas de guerra para detectar minas. Viste un bañador de bermudas, una camiseta blanca con la Union Jack pintada en el pecho y cubierta con una camisa beige desabrochada y arremangada, y un chambergo gris en la cabeza. En el bolsillo del bañador asoma el mango de plástico de una pala o un rastrillo, que no lo sé. Tampoco sé qué es lo que busca en la arena. Supongo que monedas o alguna joya que alguien haya extraviado, porque las latas vacías no creo que le renten mucho. Teniendo en cuenta que en esta parte de la playa viene poca gente y lo suele hacer en porretas, no le auguro mucho éxito. Pero ¿quién sabe?

Una pareja a la orilla del mar. Ella está recostada boca abajo sobre el vientre de él, cubriendo su desnudez. Él la acaricia el pelo. En esa calma que se produce después de haber hecho el amor. Me inspira ternura, y un poco de envidia, su falta de pudor. Yo quiero pasar una noche de verano así contigo. Desnudos en la orilla del mar.

El sol ya está alto. Las nubes no me han dejado verlo asomar. Ya se me ha secado la piel. Me gusta el sabor a sal de la piel. Me gusta besarte después de haberte bañado en el mar.

Me vuelvo a casa. Voy a hacer café. ¿Te vienes?
 




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