jueves, 10 de abril de 2014

Entre acacias

–¡Daniel!

Estoy entrando en el portal y la voz de Manuel suena a mi espalda. Es el portero. Una de las personas más amables que he conocido. Vuelvo sobre mis pasos y me asomo a la portería. Me tiende la mano sosteniendo un paquete.

–Gracias.

Continúo hacia el ascensor mirando el sobre.

–¡Eres la monda! –No puedo reprimir dar un medio grito envuelto en sonrisa.

He buscado el remitente, pero no figura ningún nombre de persona. Contiene una pista, eso sí: Entreacacias S.L.

Mi casa, la terraza desde la que ahora escribo, está entre acacias. Y mi vecina está esperando al ascensor –ha entrado en el portal unos metros por delante de mí– y me mira con cierto desconcierto después de haberme oído gritar. Es una mujer hermosa, delgada, de pelo liso, mirada tímida y sonrisa cortés. Hace más o menos un año que vive en la puerta de enfrente. Me da cierta vergüenza no saber su nombre. Tampoco estoy seguro de habérselo preguntado. Tiene una niña de unos cuatro años que se esconde detrás de sus piernas cuando coincidimos en el ascensor. Pero ahora no está con ella. Su marido es un tipo alto, simpático, fuerte, de esos que transmiten seguridad. Tampoco sé como se llama, pero esto no me da ninguna vergüenza. Uno no puede evitar ser como es.
Bueno, ahora sí sé cómo se llaman los dos, porque he tenido que bajar a comprar cervezas y he solventado mi “hurañez” mirando sus nombres en el buzón. 

–Hola. –Me siento en la obligación de darle una explicación (o se la doy porque me da la gana, porque es mona y porque me apetece darle conversación; vaya usted a saber).

–Hola.

–Lo siento. Estaba pensando en voz alta. Es que he recibido un paquete y, aunque no pone el remite, he deducido quién me lo ha enviado por las acacias.

En este momento, mi vecina me mira como si yo fuese extraterrestre. Y puede que no ande muy desencaminada.

–Sí. Es que la acacia es un árbol que tiene una simbología especial para los masones. –No me atrevo a levantar la vista del paquete porque estoy seguro de que si le veo la cara de alucinada que me estoy imaginando, suelto una carcajada y va a pensar que le estoy tomando el pelo. Así que respiro hondo y continúo con mi perorata.

–Es que tengo un amigo que es masón y ha escrito un ensayo. Y me da que ha tenido el detalle de mandarme el libro. 

Sospecho que a mi vecina nunca se le han hecho tan largos los segundos de ascensor compartido. Le cedo el paso en la puerta y me despido de ella en el descansillo. No sé qué pensará. ¿Tendrá prejuicios? Me acuerdo de Jane Austen. Orgullo y prejuicio. Quizás sea por eso. Vaya usted a saber.

Ya en casa, dejo el paquete encima de la mesa del comedor. Retraso el momento de confirmar mis sospechas porque me gusta darme pausas para saborear un momento que me parece bonito, y porque me hago pis. 

La calle es un hervidero. De gente, de luz, de flores, de bullicio. He salido rápido de casa para no llegar tarde a recoger a Arancha de padel. Está abril lleno de acné. Hay días en los que se respira intensidad, energía y buen humor. Hoy comienzan las vacaciones de Semana Santa en los colegios. ¿Os acordáis de esa sensación de euforia? Es contagiosa. Subo la cuesta de Islas Filipinas observándolo todo. Procesando detalles. El policía municipal que detiene el tráfico. La calle que cruzo corriendo para adelantarme al coche que se acerca. El coche que hoy es todos iguales; de color negro. Hace calor. Voy hablando solo. ¿O voy escuchando mis pensamientos? Mi cabeza también es un hervidero. Me hierven los pensamientos. 
Ahora canturrea un pájaro, pero no sé distinguirlo. Hay cosas que no se pueden hablar por teléfono. Y menos con el manos libres del coche y la boca llena. Yo también me voy a tomar una cerveza a tu salud. Cruzamos el parque para acompañar a Alejandra. Todo el mundo cruza hoy el parque. ¡Anda, Celia! Y saca el móvil de la funda. No tienes wifi. Es igual. Los escribo y luego se envían. Soy su espía. ¿Le espía de quién? No entiendes nada, papá. Pues explícamelo. No, es muy largo. ¿Qué haces? Señalo el cielo, la calle. Hoy todo es especial. ¿Por qué? No lo sé. Estás loco –y sonríe–. No, no lo estoy.

Salgo del supermercado con seis latas de cerveza y una botella –de cerveza–. Es para tomármela a tu salud –la botella, ya sabes–. El tipo que pide a la puerta también sonríe. Sonríe siempre. Le doy un euro. Gracias, me dice. Gracias a usted por sonreír. Cruzo la calle. Deme una apuesta para La Primitiva de esta noche. La que va a tocar. Son veinte millones –sonríe–. Si me tocan le regalo uno –le devuelvo la sonrisa–. Regreso a casa (muchas sonrisas en este párrafo; eso es bueno). 
Paro en el buzón. Miro los nombres de mis vecinos. Subo a la terraza. Las acacias ya han brotado, Guillermo. Vuelven a tener hojas. Y la luna está creciendo. La observo entre las ramas de la acacia. También tiene un simbolismo para mí. Y para nosotros.



Ha sido un detalle bonito y me ha hecho mucha ilusión. Quiero salir a correr un rato. Luego me doy una ducha y me leo tu libro. Cuando vengas a la presentación, me lo dedicas. ¿Vale?


El ensayo de Guillermo. Al fondo, las acacias de mi calle.





2 comentarios:

  1. Y gracias por escribir de nuevo :-)
    Ya se donde venden el libro, así q un dia me acercare a comprarlo.
    Bss

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  2. Le darás una alegría a mi amigo y paisano tuyo. Tengo muchas curiosidad por leerlo. Le ha llevado dos años de trabajo y ha puesto mucha ilusión.
    Bss.

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