martes, 8 de abril de 2014

Iscayachi


Iscayachi es un pequeño pueblo en una vasta llanura. El altiplano. A tres mil metros sobre el mar. Cielo azul. Tierra ocre, sin más vegetación que los cactos pintados del mismo polvo que todo el horizonte que la vista alcanza. Bolivia. No muy lejos de la frontera argentina.

En el cementerio local duerme Esther. Tendría diez o doce años cuando se retiró a descansar allí. Ella no lo sabe, pero su nombre perdura en el corazón de mis hijas.

Siempre he tenido un respeto reverencial por las personas que han salido de su tierra y han dejado atrás, a miles de kilómetros, a sus hijos, a sus parejas, a sus padres. Dan sus vidas por ellos. Sacrifican verlos crecer, sonreír, jugar. Sacrifican sus besos, abrazos, caricias, por conseguir recursos económicos con que sostenerles. Cuando observo a mis hijas, su buen humor, sus risas, sus gestos cariñosos, no puedo evitar pensar que en buena parte son así por el cariño que recibieron de tantas mujeres como ella, que nos ayudaron a cuidarlas. Les dieron a mis hijas todo el amor que tenían guardado sus propios hijos. Y era mucho. Tanto, como el sacrificio que estaban haciendo.

A ella la conocí hace ocho años, cuando comenzó a trabajar en casa cuidando de mis hijas. Salió de su patria para ganarse la vida en España y pagarle los estudios a la suya, soñando con poder costearle algún día una carrera universitaria y traérsela aquí. He conocido personas “echadas p’alante”, pero pocas como esta mujer. La coyuntura que fuera la del momento, dificultaba los visados que autorizaban a los peruanos entrar en España. Las cosas estaban más favorables para los bolivianos, supongo que porque se puso de moda en La Moncloa el jersey de rayas de colores. No lo sé. Las mafias que introducen emigrantes en Europa se lo saben. Ella necesitaba un pasaporte. En un país con alta mortalidad infantil, se puede buscar la tumba de un niño en un lugar muy apartado, que haya nacido más o menos en el mismo año. En un país sin registros, se puede solicitar un pasaporte con una partida de nacimiento. Pasó de Perú a Bolivia y de Bolivia a Argentina. Allí trabajó mientras le gestionaban el visado a España, también cuidando niños en una familia. Sus niños argentinos. Me enseñaba las fotografías que guardaba en su cartera.

Entró en mi casa con un nombre que no era el suyo y con pasaporte boliviano. No llevaba ni un día cuando se acercó a mi despacho.

–Señor, tengo que decirle algo.

Y me contó que el pasaporte era falso, que su identidad era otra. Me contó su historia. Asustada.

Hace dos años que no sé de ella. Vino una noche a dormir y cuidar de mis hijas para que yo pudiera ir a la fiesta de cumpleaños de José. Seguía trabajando de interna para ahorrarse el dinero del alquiler. Entonces, en una familia en Pozuelo. La acerqué por la mañana. Luego supe que viajaba a Perú para traerse a su hija. La he llamado en varias ocasiones, pero el número que tengo ya no está operativo.


Recuerdo siempre el día de su cumpleaños, pero ahora mismo no recuerdo su verdadero nombre. Y, quizás, no quiero recordarlo. Porque cuando el pasado jueves les digo a mis hijas que tengo una sorpresa para ellas, no preguntan. Exclaman.  Y siempre es igual:

–¡Viene Esther!

Y las miro. Y sonrío.

–No, no es esa la sorpresa.

La sorpresa, pues no deja de sorprenderme, es que se sigan acordando de ella con tanto afecto después de tantos años. Que la sorpresa que más anhelan es volver a verla. Y que el nombre por el que la recuerdan sea, en realidad, el de una niña que duerme bajo una lápida del cementerio de Iscayachi desde que tenía más o menos la misma edad que ellas. Esa mujer lo tomó prestado para cincelarlo a golpes de cariño en los corazones de mis hijas. Y ahí perduras, Esther.






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