Salía del
trabajo con andares graciosos. Los suyos. Así como dando saltitos. Enfundada en
unos pantalones pitillo de cuero imitación, y con la cabeza en otra cosa. El
tiempo justo para recoger a los niños del colegio.
El coche
aparcado en batería con el morro mirando a la calle, el culo a la acera (el
culo del coche, se entiende; el otro iba enfundado en unos pantalones pitillo).
Se quedó
parada detrás del coche, rebuscando las llaves en el bolso. El móvil dando
pitidos (puñeteros “grupos” del guasap…), la carpeta llena de folios con tarea
para casa (puñetero jefe…), y el tiempo justo para recoger a los niños del
colegio. Un poco más justo, después de que tuviera que agacharse a recoger los
folios desparramados por el suelo, a consecuencia de que fuera la carpeta la
que perdiera el concurso de malabares con las llaves, el bolso y el teléfono.
No soltó
un taco. Era muy fina ella. No es que no se le ocurriera (se le ocurrieron
varios). Es que se casi se atraganta. Por los tacos no. Por el charco que vio
debajo del coche al agacharse a recoger.
Al
agacharse a recoger, también sintió el ruido que hacía la costura de los
pantalones pitillo en el culo (el culo de los pantalones, se entiende; el otro
era donde estaba el charco).
-¡Mierda!
Ahora sí
soltó un taco. No se ahogó en el charco (de momento).
-¡No!
“A ver
Laurita”, se dijo.”Calma. Vamos a controlar la situación”.
Recogió los
folios (el jefe había ascendido de categoría de “puñetero”). Apoyó la carpeta,
el bolso y el móvil (que seguía pitando -“tirulí”-) en el suelo. Tomó medida
del siete con la mano (poca, porque lo que tocó no era cuero imitación y
prefirió no ahondar en eso…), y se quedó mirando al charco con mezcla de
preocupación y estupor. El coche nuevo (recién comprado, de segunda mano, a su
vecino Roberto), perdía aceite. Roberto también. ¿Sería hereditario?
La
preocupación y el estupor le hicieron olvidar (momentáneamente) la situación. Y
así, a gatas, con un siete en el culo por el que cabía una mano (por el siete),
se acercó al charco.
La
preocupación y el estupor le hicieron olvidar también que el coche no tenía el
motor en el culo.
-¡Jo! ¡Vaya
faena!- pensó. -¿Será aceite esto que pierde el coche?
Mojó los
dedos en el charco (la preocupación y el estupor tienen esas cosas..) y los
frotó contra el pulgar.
-Aceite no
parece.- Se dijo.
Se quedó pensativa
un rato, mientras deslizaba una y otra vez el pulgar sobre los otros dedos.
Al final,
instintivamente se llevó los dedos a la nariz. Lo que olió, no le gustó nada. Casi
se atraganta (con el vómito).
-¿Le
ocurre algo, señorita? ¿Puedo ayudarla?
Giró la
cabeza. Aquel tipo macizo de metro ochenta parecía mucho más alto visto desde
su perspectiva. Perspectiva que compartía ahora con el setter de orejas largas
y lanudas, que le miraba con gesto curioso, la boca abierta y la lengua afuera, desde el otro extremo de la correa que sujetaba su dueño. El dueño del perro.
El perro
también era dueño (del charco).
Laura ya
no era dueña (de la situación).
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