Luis estaba desconcertado.
No era la primera vez que Ana le
montaba una escena. Tenía un carácter fuerte, cambiante. Pasaba del buen humor
a la ira como quien abre o cierra un grifo.
La quería mucho. O eso creía.
Realmente, ya no sabía qué pensar; qué sentía.
Ana era una mujer inteligente.
Intuitiva, vivaz, diligente, pendiente de todo. Muy rápida. Con una agilidad
mental sorprendente. Pero sus cambios de humor eran imprevisibles. Lo mismo
estaba cariñosa, dócil, hasta un grado de sumisión, a veces, que a él le
resultaba incómodo, como se volvía enfadada, iracunda, levantando la voz y
profiriendo insultos intercalados en su discurso.
Otras veces estaba alegre.
Entonces sonreía, se reía, soltaba gracias (con más o menos ingenio)… En
ocasiones se sumía en un estado que no sabría describir si era tristeza o
enfado. Cuando ocurría esto, respondía con monosílabos y permanecía callada.
Situación extraordinaria porque, si algo llamaba la atención de la forma de ser
de Ana, era su verborrea: no callaba nunca. Era muy difícil mantener un diálogo
con ella. Le interrumpía casi a cada frase para corregirle, contradecirle,
cambiar de tema…
Todo el mundo tiene cambios de
humor. Lo que le pasaba a Ana es que eran instantáneos, explosivos y exagerados
en sus manifestaciones.
Aquel día viajaban en coche.
Volvían a casa desde Bilbao. La reunión había sido positiva. Habían cerrado,
por fin, el trato con unos clientes que les llevaban meses apretando. La
situación en la empresa era complicada. Perder esa cartera habría sido trágico.
Pero tampoco podían cerrar precios por debajo del coste de producción. A Luis
no le preocupaba demasiado. Había considerado la posibilidad de marcharse. La
competencia le había hecho suculentas ofertas en más de una ocasión. También él
tenía recursos y contactos como para montárselo por su cuenta. Pero su amor
propio en ese campo era muy fuerte. Era un hombre competitivo y no aceptaba
fácilmente una derrota.
Habían comido por el camino en un
restaurante en el que solían parar. Después de tantos años, había muchas
rutinas en sus vidas en ese tipo de cosas. La conversación giró sobre la
reunión, celebrando el logro. Cuando regresaron al coche, ella se sentó al
volante. Le gustaba conducir y lo hacía con agresividad. Era su carácter. Luis
trató de echarse una siesta. La media botella de vino y las dos cervezas del
aperitivo le habían dado sueño. Ana estaba llena de energía. Era sorprendente
su resistencia al alcohol. Se había tomado una cerveza más que él y pidió, al
acabarse la botella, otra copa de vino que se bebió despacio durante el rato de
sobremesa, antes del café.
Hablaron sobre planes. Ana quería
que hicieran algo juntos el fin de semana, pero Luis no podía. Su madre, aún
convaleciente de la última operación, ya mayor, estaba sola. Hacía algunas
semanas que no iba a verla y tenía ganas de hacerle compañía. Ante la negativa,
Ana sufrió un repentino cambio de humor.
-¡Estoy hasta los huevos!- Gritó.
De un frenazo, pasó de ciento ochenta a parar el coche en el arcén de la
autopista. El olor a goma quemada inundó el interior tras el portazo. Ana se
alejó unos metros adelante y, dando saltos en medio de la calzada, haciendo
aspavientos con los brazos, trató de detener al primer vehículo que se acercó.
El conductor no tuvo apenas tiempo a reaccionar. Estupefacto, dio ráfagas, hizo
sonar el claxon y pisó el freno.
Luis se estremeció, seguro de que
la iban a atropellar. En el último instante, Ana saltó a su izquierda y evitó
el impacto. Entonces, cambió de estrategia. Echó a correr por el arcén en la dirección
del tráfico. Luis la vio alejarse más de un centenar de metros, dando voces a
los coches que pasaban para que se detuvieran. Se sentía desconcertado y
avergonzado. La amenaza de suicidio de unas semanas antes, las escenas
similares que había soportado en otras ocasiones, los ataques de celos
injustificados, los desplantes, los caprichos, las mentiras y los continuos
intentos de hacerle sentirse culpable…
De pronto, una rabia desmedida
anuló sus sentidos y despejó cualquier sentimiento de lástima que había
albergado por esta mujer a lo largo de su convivencia. Una fuerza interior le
hizo saltar del coche. Sin pensarlo, abrió la puerta y se cambió al lado del
volante. Los 300 caballos del motor rugieron cuando pisó a fondo el acelerador.
Las ruedas derraparon en el asfalto mientras Ana se giraba sorprendida al oír
acercarse al coche a toda velocidad. Sus pies se clavaron en el suelo. No había
previsto esta reacción. Se sentía tan segura de su capacidad de dominio sobre
Luis, que no entendió lo que estaba ocurriendo hasta que fue demasiado tarde.
Había calculado mal. Había creído que el desconcierto y la culpa habrían hecho
de nuevo mella en su ánimo y doblegado su voluntad. Disfrutaba haciéndole
arrastrarse, pidiendo perdón, preocupado por ella, tratando de colmarle de
atenciones para evitar sus continuas rabietas.
Petrificada, sin poder mover un
músculo, vio la cara de Luis a través del parabrisas. Y sus ojos fijos en los
suyos. Fue lo último que vio de él. Se le nubló la vista.
Los ojos. Esa mujer con ojos
hermosos de mirada intensa y profunda. Ahora sabía que la sinceridad que
transmitían era fingida. Era una perfecta caracterización. Eran duros, fríos,
carentes de compasión, sin sentimientos. Lo último que vio Luis al levantar la
vista fue esa mirada desnuda al fin, despojada de su máscara, resaltando la
silueta de estupor de Ana, sola en la carretera, alejándose por el retrovisor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario