Era una bahía cerrada, amplia.
Con forma de concha. El sol enorme
y naranja le calentaba el rostro. Le gustaba bañarse en esas aguas templadas
donde los peces se movían entre sus pies, hasta rozarle la piel.
Después del baño, se sentó en la
playa mirando hacia el mar. Entornó los ojos. Mojado. A contraluz, observaba a
los pelícanos pescar. Dos, tres pasadas rápidas, y caían en picado sobre el
agua. Luego remontaban el vuelo con una cola agitándose entre el pico. Nunca
había visto pelícanos al natural. Todo era nuevo para él. La flor naranja del
malinche, la arena negra volcánica, la silueta majestuosa del Mombacho, los
mangos dulzones que caían de los árboles, la yuca, la papaya, los cocos pelados
a machete, los alacranes que dormían en sus zapatos, los chanchos paseando
sueltos por las calles, las vacas muy flacas… Y los niños. Los niños de ojos
grandes asombrados, corriendo descalzos por la selva, riendo, arrastrando de un
mecate una caja por el suelo. No necesitaban pilas para el coche de juguete.
Era una infancia corta. Pasaban a ser hombres y mujeres sin adolescencia. No
podían permitírselo. La vida tenía prisa porque valía poco.
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Habían salido de Granada en la
camioneta de Santiago, el cura canadiense de la congregación del Sagrado
Corazón. Delgado, alto, con gesto sereno, sonrisa perpetua y mirada pícara. Tomaron
la panamericana hacia el norte, cruzando Managua, y la abandonaron en Sébaco,
en el desvío a Matagalpa. Ahí se acabó el asfalto y avanzaban muy despacio.
Cayó la noche. No era prudente seguir. Podían asaltarles y no llevaban armas.
Dos horas después de dejar la panamericana, Santiago paró el carro a la puerta
del Centro de Salud de La Dalia. Una farola en la fachada, sobre la puerta,
rompía la oscuridad pintándola de amarillo. Bajo la luz, fumaba un hombre con
los ojos humedecidos por el alcohol.
El médico era un joven haciendo
las prácticas. Era obligado dos años de medicina rural para obtener el título.
Aquella noche tenía trabajo. Un muchacho de diecinueve años yacía en una
camilla plegable de lona (les llamaban "tijeras") con una herida de
bala en el pecho y un cable de suero en su brazo. Así saldaban las discusiones.
No parecía grave, pero no podía trasladarlo. El conductor de la ambulancia se
negaba a hacerlo de noche. También temía ser asaltado por aquella carretera de
tierra que atravesaba la selva. Quizás corriera más riesgo de un accidente: el
conductor era el hombre que se tambaleaba a la puerta del edificio de una
planta y arrastraba las palabras.
El médico les dejó pasar allí la
noche. Dormitaron en unas tijeras escuchando los quejidos del muchacho. Al
amanecer, retomaron el camino. Tardaron dos horas en cubrir los sesenta
kilómetros que quedaban hasta Waslala.
Calles de tierra, casas de madera
o de concreto con palenques a la
puerta para atar a los caballos, hombres cabalgando con sombrero de alas y
cartuchera y pistola al cinto. Se sintió transportado en el tiempo.
Chepe y Santiago hablaban en
susurros. Chepe era alto y fuerte. Brazos nervudos, ojos claros, pero largo chele y ensortijado. Curtido por el sol.
De Mansilla de las Mulas, había viajado como cooperante hacía años a Nicaragua
y ya no pudo volver. Se enamoró. De la tierra, de sus gentes, de los olores, de
los colores… Y de una mujer. Iris.
Parecían preocupados. Habían
mantenido esa actitud reservada todo el viaje. Le sugirieron que se quedara en
Waslala a pasar la noche, en la casa del cura, que les acogió y les sirvió el
almuerzo. Rechazó la propuesta. Había venido para conocer el lugar de origen de
aquel grupo de refugiados a los que estaba ayudando en su asentamiento en las
faldas del volcán Mombacho, cerca de Granada, y no iba a quedarse en el camino.
Continuaron después de comer. Hasta la comarca de Los Naranjos. Un jinete les siguió un trecho, a lo lejos,
desde lo alto de las colinas. Los hombres se percataron de ello. Más
cuchicheos.
Llegaron a media tarde. La selva
era muy frondosa allí. Más que la que había recorrido a caballo en la frontera
de Costa Rica, cerca de San Juan del Sur, acompañando a Leonel a vacunar a los
niños que vivían en cabañas desperdigadas por el monte. Era un paisaje hermoso.
Verde intenso, roto por el vuelo colorido de los papagayos.
En el porche de aquella casa,
sentados en mecedoras, por fin pudo estar a solas con él.
-¿Que es lo que está pasando,
Chepe? ¿Por qué tanto misterio?
-Eh… Bueno... Esta gente no son
hermanas de la caridad, vos sabés. Son gente arrecha. Formaron parte de la
guerrilla, de los "compas". Entregaron las armas cuando la propuesta
de pacificación de la Chamorro. Pero hay cuentas pendientes. Los “re-contras”
les buscan para saldarlas. Por eso se fueron hacia el sur y se asentaron en
Granada.
-¿Quieres decir que esta noche
nos pueden pegar un tiro?
-Sí.- Se hizo un silencio. -No sé
si ha sido buena idea que hayás venido.
Chepe hablaba frunciendo los
labios. Como los franceses.
-Ya estoy aquí, Chepe, así que
dejémonos de babosadas. Habría venido igual si me hubierais hablado claro. De
hecho, me imaginaba algo así.
-Bueno, no creo que pase nada.
Además, estaremos protegidos. Han montado puestos de guardia. Y tampoco
entregaron todas las armas, solo las que estaban rotas.- Se iluminó su cara con
una sonrisa mientras le guiñaba un ojo. -¿Vos creés que son dundos?
Amaneció el día siguiente con los
chillidos de los monos a lo lejos y un concierto de pájaros. Nada más rompió el
silencio de aquella noche. Admiraba el espectáculo desde la misma mecedora en
la que habían mantenido la conversación la tarde anterior.
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Desde que se trasladara a
Nandaime para atender a los refugiados, volvía todos los viernes a San Juan del Sur a darse un descanso.
Dejaba la mochila en la casa y bajaba hasta la playa. Se alojaba en el que
había sido el domicilio de Gaspar García de Laviana, un sacerdote asturiano que
llegó de misionero en 1969. Impotente en su denuncia de las grandes injusticias
sociales que vivió y, después de una profunda reflexión personal, cambió la
sotana por el fusil y se unió a la guerrilla sandinista durante la Revolución,
implicándose hasta llegar a convertirse en comandante. Murió en combate el 11 de diciembre de 1978 cuando
su unidad cayó en una emboscada cerca de Cárdenas.
Aquella tarde de viernes,
meditaba sobre el viaje reciente a Waslala. No había tenido la sensación de
peligro que sus compañeros percibían y le manifestaron. Quizás porque aquel no
era su mundo, aquella no era su guerra. Aunque no podía evitar meterse en todos
los charcos. Era inherente a él.
-¡Español! ¡Qué hacés! ¡Te venís!
El grito de Leonel le sacó de su
ensimismamiento. Se giró y le vio con ambos brazos sacados por la ventanilla
del carro. Con una sonrisa que le tapaba la cara, sostenía una botella en cada
mano: Coca-Cola y Flor de Caña.
Le devolví la sonrisa, me puse en
pie y me dirigí hacia él. Después de todo, igual sí. Igual sí era un poco mi
guerra también.
Daniel. Es un placer leerte. Y escucharte. Y conocerte. Y....
ResponderEliminar;)
Gracias María. Me alegro que te haya gustado. El placer es mío de tenerte como lectora.
ResponderEliminarSr. Huerga , debería empezar a plantearse escribir relatos un poco más largos, siempre me quedo con ganas de alguna frase más...
ResponderEliminarComo siempre, mil gracias
Muchas gracias, CSZ.
ResponderEliminarIremos poco a poco. Pero acepto el reto.
Gracias a usted.