Benito se quedó pensativo cuando cogió el sobre. Era una mañana fría de primeros de marzo. Podía ver la ladera de La Cogolla desde la ventana de su despacho, cubierta de blanco. Había nevado mucho la tarde anterior. El orbayo solo había fundido la nieve de las calles.
"Famila de Manuel Fernández
Riesgo (Trascastro). Comercios del Médico. Cangas del Narcea." El sobre
llevaba estampado el membrete de la Comandancia Militar de Oviedo.
Era frecuente que la gente de las
aldeas dirigiera el correo a las tiendas de Cangas. El servicio no podía llegar
a cada una de las casas desperdigadas por aquellos montes abruptos, comunicados
por caminos de tierra solo transitables a pie o en caballo. Los sábados, día de
mercado, bajaba la gente de las aldeas. La plaza de la iglesia se alfombraba de
patatas, fréjoles, berzas, fabas, requesón, huevos, tomates, pimientos… Jaulas
con conejos y gallinas que alborotaban más que las voces de las verduleras. Las
"paisanas" trajinaban con las balanzas romanas, sentadas en taburetes
detrás de sacos y mantas que convertían el suelo en mostradores de puestos
improvisados. El pueblo, que vivía la semana sumido en la quietud de la rutina,
se vestía de bullicio. Los hombres bajaban el ganado al mercado de La Vega: un
prado al la orilla del río, a doscientos de metros de la iglesia, calle abajo.
Si conseguían vender el ternero o el gocho, subían a la calle Mayor a gastar el
beneficio en tabaco, herramientas para la labranza, enseres para la casa,
petróleo para las lámparas… Allí se situaban los comercios principales de
Cangas. Entre ellos, el del Médico. El nombre del negocio venía de su fundador,
un galeno llamado también Benito, que lo abrió junto con Manuela, su mujer. Los
paisanos aprovechaban la visita para recoger el correo y subirlo a la aldea.
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Manolín era un hombre robusto, de
gesto socarrón y cara de pan. Como su alma. Noble de carácter. Algo
temperamental a veces. Se firmaba con los brazos detrás de la barra del bar que
regentaba, acechando con mirada de halcón las mesas llenas de chavales que
reían despreocupados y vociferaban a veces, trasegando jarras de cerveza,
raciones de embutido, trozos de empanada. No le iba mal el negocio aunque,
desconfiado a causa de la vida y próximo a la jubilación, no disimulaba el
desagrado que su clientela le producía. Cerca de la Ciudad Universitaria y,
rodeado de residencias de estudiantes, el local se había vuelto punto de
encuentro donde empezar la noche de copas con el estómago lleno. Mucho había
luchado desde que, siendo casi un niño, salió de una aldea perdida en lo alto
de los montes de Asturias, en el concejo de Cangas del Narcea, llamada
Trascastro.
Cuando aquel mequetrefe con aires
de suficiencia y gafas de empollón se dirigió a él, harto del ruido de la
chavalería, se le hincharon las narices.
-¿Es usted asturiano?
El nombre del bar y la oferta de
la carta hicieron suponer al estudiante el origen del dueño. Madrid estaba
plagado de embajadas gastronómicas de Asturias.
-No. Soy gallego.
-¿Gallego? ¿De dónde?
-De Lugo.
La insistencia del muchacho le
estaba poniendo de mal humor. El chico, ignorando el gesto hosco, sigue.
-¿De qué parte de Lugo?
-¿Conoces Galicia?
-Algo. Pero usted no tiene acento
de gallego. Y si lo es, del interior. Cerca de Ibias o por ahí.
El hombrón no pudo reprimir una
sonrisa que torció en socarrona.
-Soy de Cangas.- Dijo al fin.
-Ya me pareció.- sonrió el
estudiante. -¿Del mismo Cangas?
-De una aldea.
-Mi madre es de Cangas. Es hija
de Benito "el médico". El del comercio.
Manuel abrió los ojos. Quedó
pálido mirando al chico. El labio le temblaba. Al escuchar el nombre de Benito,
se echó a llorar.
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El Ejército del Norte se dirigía
a Teruel. En la Nochebuena de 1937, las tropas republicanas habían entrado en
la ciudad y, tras varios días de combate casa por casa, consiguieron rendirla.
Esto obligó a los nacionales a modificar sus planes y desviarse del objetivo
inicial: Guadalajara. Franco no podía permitirse el efecto propagandístico de
perder una capital de provincia.
Manuel viajaba con otros
once soldados apretados en un camión, tratando
de aliviar, sin conseguirlo, el frío insoportable. El inicio de la guerra le
sorprendió recién incorporado al servicio militar. Ahora formaba parte del Cuerpo
de Ejército de Galicia. Se dirigían a Teruel por una embarrada carretera. Los
vehículos avanzaban despacio en la noche. Estaban asustados. No hablaban.
Alguno había conseguido dormirse a pesar del traqueteo continuo y el ruido de
los motores. Manuel miraba al suelo absorto. Su mente estaba muy lejos. En el
verde del valle del Naviego. En la mirada de su madre al despedirse a la puerta
de casa, hacía una eternidad. En el beso tímido que le dio María la tarde
anterior de su marcha. En el murmullo de las hojas de los castaños acariciados por el
viento. A sus 17 años, lo más que se había alejado de casa había sido para
acompañar a su padre al mercado de ganado. Salían de noche, para llegar
temprano a Cangas tras caminar siete horas, turnándose en agarrar el ronzal
atado a la cabeza de un tenero. Su padre le contaba historias de xanas y trasgus, de vaqueiros,
que le ayudaban a olvidar el cansancio. Ahora no estaba su padre con él, y la
punzada del pecho no se aliviaba con la nostalgia que invadía sus recuerdos.
El estruendo de la explosión le
aturdió. Sintió elevarse el camión. La metralla de barro le produjo un dolor
terrible en la cara. El obús había explosionado al lado del último camión del
convoy, abriendo un socavón y lanzándolo hacia el barranco. Rodó su cuerpo
fuera del vehículo golpeándose contra el suelo pedregoso. Escuchó la voz de su
padre tratando de tranquilizarle. Y nada más. Todo se apagó.
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Tras dudar un minuto, Benito
abrió el sobre. Era una carta oficial. El contenido podía ser importante. La nevada
había vuelto intransitables los caminos y, con el invierno, las casas más
alejadas se aprovisionaban para sobrevivir al aislamiento. Podrían pasar
semanas si que algún vecino de las aldeas cercanas a Trascastro bajase a
Cangas. Conocía a casi todas las familias del concejo que le vio nacer. Muchos
tenían hijos movilizados en la contienda. Otros, echados al monte con los
maquis. Algunos, también en los montes, escondidos de mezquinas añejas rencillas
que habían querido cobrarse cobarde venganza con la delación. Conocía a la
familia Fernández Riesgo. Sabía que tenían al único hijo varón movilizado. Era
una familia muy humilde, como todas. La pérdida de un hijo acarreaba un
quebranto en los recursos de vida, que se sumaba a la tragedia del duelo. Se
temió lo peor.
Dejó sobre el escritorio la
cuartilla mecanografiada, rematada con la firma del Gobernador Militar, y
encendió un cigarro. Los ojos entrecerrados por el humo. Apuró el café
despacio. Se fue al perchero, cogió el sombrero y el paraguas, bajó las escaleras
poniéndose el abrigo, salió a la calle y se dirigió a casa de Tomás.
-Buenos días, Tomás.
-Buenos días, don Benito.
-Traiga el coche, por favor. Nos
vamos a Oviedo. Le espero en el café de El Paseo.
-Ahora mismo.
Se giró para coger el abrigo y
caminaron juntos un trecho sorteando los charcos.
-Ha parado de llover. Esperemos
que la carretera esté practicable.- comentó Benito.
-Ayer llegó el coche de línea sin
problema. La nieve no cuajó mucho en el asfalto y se ha terminado de derretir
con la lluvia.
-A ver si hay suerte. Hasta
ahora.
Se separaron al llegar al Paseo y
Benito se refugió del frío tras la puerta del café a esperar a Tomás. Unos
minutos más tarde, el coche cruzaba, camino de Oviedo, el Puente del Infierno.
Les esperaban más de tres horas de viaje por aquella carretera mal bacheada de
1938.
Llegaron pasadas las dos de la
tarde, sin otro contratiempo que los rutinarios controles militares. Rodearon
el Campo de San Francisco y bajaron hasta el Cuartel de Pelayo, donde se
ubicaba la Comandancia Militar. Benito se identificó ante el soldado que
custodiaba la barrera. Una vez en el edificio, solicitó ver Gobernador Militar.
Otro soldado le acompañó hasta una sala en la primera planta y le pidió que
esperase. Sentado, en una silla, dejó pasar el tiempo mirándose abstraído los
dedos que sostenían la carta que había abierto por la mañana.
-¿Don Benito Álvarez?
-Sí.
Sígame, por favor. El coronel
Aranda le recibirá ahora.
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El estudiante miraba en silencio
el rostro emocionado de Manolín. Incómodo y desconcertado esperó a que el
hombre se calmase. El hombre se apretó la cara con las manos y se secó los
ojos. Conteniendo el sentimiento exclamó:
-¡Así que tú eres nieto de don
Benito!
-Sí- respondió sin disimular la
sorpresa por aquella reacción.
-Gracias a tu abuelo estoy yo
aquí. En este mundo.
El chico no terminaba de
comprender. Su abuelo había dirigido una pequeña banca familiar. Sabía que
algunos negocios de cangueses en Madrid habían podido empezar gracias a
créditos que su abuelo había concedido sin más garantía que la palabra y la
confianza en la honradez, tesón y espíritu de sacrificio de hombres de las
aldeas a los que conocía en persona, que querían progresar y ganarse la vida en
la capital. Créditos que otros bancos les habían negado antes por falta de
avales. Manuel interrumpió sus reflexiones:
-Tu abuelo le salvó la vida a mi
padre. Le salvó la vida antes de que yo naciera. Antes de que se casara con mi
madre. Cuando tenía diecisiete o dieciocho años.
El estudiante escuchaba atónito.
-Durante la guerra, a mi padre lo
mandaron al frente de Teruel. El camión en el que iban volcó por una bomba.
Solo sobrevivió él. Quedó inconsciente en el suelo. Cuando se despertó, echó a
andar en dirección contraria a casa. Cerca de Zaragoza fue detenido y acusado
de deserción. Lo trasladaron a Oviedo y le hicieron un Consejo de Guerra. Le
condenaron a muerte. Le iban a fusilar.
Las lágrimas le interrumpieron.
El chico no sabía qué decir.
-Tu abuelo- continuó - fue a
buscarlo a Oviedo y se lo trajo de vuelta a casa. No sé cómo lo hizo. Pero si
yo vine a este mundo, fue gracias a él.
Un silencio. Manuel tragó saliva.
-Aún conservo la carta que notificaba
la sentencia de muerte.
El chico lo miraba en silencio
con un nudo en la garganta. Un escalofrío le recorrió el rostro.
-¿Cómo te llamas?
-Daniel- dijo. -Mi abuelo Benito
era una gran persona.
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