Una mujer llegó a la consulta la semana pasada. Tenía una
tumoración grande en el antebrazo derecho. Del tamaño de una naranja pequeña.
Ocupaba, pues, todo el ancho de la extremidad. Nos dijo que la tenía desde hace
siete años y que le había ido creciendo poco a poco. Ese crecimiento tan lento,
hacía poco probable que fuera maligno.
Un lipoma es una tumoración benigna de las células que
contienen la grasa. Es una entidad muy frecuente. Generalmente, se forman
debajo de la piel, que es donde tenemos acumulada la mayor cantidad de tejido
graso en el cuerpo. A veces se forman en otros lugares más profundos de nuestra
anatomía (entre los músculos, en el interior del abdomen, en la región
lumbar…). Al fin y al cabo, tenemos grasa en todos esos lugares. Los lipomas
siempre son benignos. Existen tumores malignos formados a partir de las células
de la grasa, pero son muy infrecuentes. Les llamamos liposarcomas. Es muy raro
(imposible no hay nada) que un lipoma se malignice con el paso de los años. Es
más probable que, en caso de que el tumor sea maligno, lo sea desde el
principio y crezca rápido.
Exploré a la mujer y la programé para quitarle el tumor del
antebrazo. Operar un antebrazo es un pequeño reto para un cirujano. Entre los
varios paquetes musculares que tienen la función de flexionar los dedos y la
mano, pasan las arterias que le llevan la sangre y los nervios que hacen que
esos músculos se puedan contraer, o que recogen la sensibilidad de los dedos.
Una tumoración tan grande, aunque sea benigna, ha podido desplazar de su lugar
original esas estructuras, y hay que conocer bien la anatomía y ser un poco
meticuloso para no lesionarlas.
A ello me puse una mañana de junio. Al abrir la piel y
separar el músculo, pude identificar claramente que se trataba de lo que había
sospechado. Con cuidado lo fui separando de las estructuras que lo rodeaban, hasta
extraerlo. En su parte más profunda llegaba hasta el hueso. Terminé la
operación cerrando la piel y dejando un pequeño drenaje por si se acumulaba
sangre en las horas de después. Al final, una operación poco agresiva, sin más
riesgo, a priori, de complicación que una hemorragia (poco probable), o una
lesión inadvertida de algún nervio, que descarté con una sencilla exploración,
una vez desaparecieron los efectos de la anestesia. Un éxito, vamos.
Esa tarde, la mujer tenía una fiebre muy alta (40ºC), que le
hacía delirar, y una tiritona que parecía que estuviera convulsionando.
Una herida de una cirugía como esta se puede infectar (todas
las heridas se pueden infectar), pero no es probable. Y es casi imposible que
lo haga en menos de seis horas. Los signos de infección aparecerían pasados
unos días. Cada vez que, en este lugar de África, un paciente ingresado, o que
entra por la puerta del hospital tiene fiebre, y más una fiebre tan elevada,
tiene paludismo mientras no se demuestre lo contrario.
Lo primero que hice fue solicitar el test de la malaria. Es
una prueba sencilla. Se llama “gota gruesa”. Consiste en colocar una gota de
sangre sobre un cristal y mirarla al microscopio. Si se ven los protozoos
causantes de la enfermedad (el plasmodium), el paciente tiene paludismo.
Algunas muestras de sangre de aquí tienen más plasmodios que glóbulos rojos. La
de mi paciente, también.
Le prescribí quinina intravenosa. Es el tratamiento más
fuerte que hay. El brote de malaria, con delirio y estado semicomatoso que la
mujer presentaba, también lo era.
Cuando, a la mañana siguiente, llegué al control de
enfermería, me saludaron con la noticia: la mujer había muerto esa madrugada.
No le sirvió de nada haber recuperado la estética de su antebrazo. A mí, la
satisfacción de haber hecho una cirugía meticulosa, tampoco.
En Bebedjiá, el 25 de junio de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario