Ella siempre está a su lado. En
silencio. Un silencio que hace aún más evidente su presencia y su mirada. Me
mira siempre que se cruza conmigo. A los ojos y en silencio.
Cuando paso la visita a los
enfermos ingresados, ella está en silencio sentada en la cama de al lado y me
mira.
A él le curo las heridas todos
los días. No se le ha escapado nunca ni un gemido. Le veo apretar los dientes y
cerrar los ojos en un rictus de dolor cuando le hurgo con las pinzas entre los
tendones de la mano, sin quejido alguno. Al salir de la sala de curas, ella le
espera en silencio de pie en un extremo del pasillo del “bloque quirúrgico” y
me mira.
Luego se separa de la pared y se
dirige hacia él. Lo toma por el brazo y le acompaña hacia la salida del
pasillo. En silencio.
Les he observado. Al principio,
casi como por descuido. Luego me percaté de la constante y silenciosa presencia
de ella y de su mirada. A él también le mira. Les he visto sostenerse miradas
largas, serias de preocupación a la vez que tiernas de amor. ¡Cómo le mira
ella!
Ahora les sorprendo en sus
paseos, juntos y en silencio. Caminan altos, erguidos, con majestuosidad y paso
lento.
Él es el hombre con la diabetes
descompensada, que tiene una infección seria en la mano y en el sacro, que ha
necesitado una insulina que no había, que ha costado conseguir. Está mejor. Ya
no necesita insulina y eso es señal de que la infección remite.
“Y se cogen de la mano los viejos
amantes.
Se miran y lo saben todo.
No tienen que decir nada, ninguna
palabra.”
Mañana le tengo que llevar de
nuevo al quirófano para hacerle una cura más exhaustiva de la mano. Tengo ahora
una razón más poderosa para luchar por que no la pierda: que ella le pueda
seguir cogiendo de la mano mientras le mira en silencio y de esa manera.
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