miércoles, 15 de junio de 2016

El examen del liceo.

Me vienen a buscar al quirófano. Es Cecilia, una médico italiana que ha aparecido ayer por aquí. Es especialista en enfermedades tropicales y trabaja en un centro de salud de la zona. Le han pedido que venga a echarnos una mano. Se agradece. 

–Daniel, hay un chico en la consulta que me parece que tiene una apendicitis.

La apendicitis es un diagnóstico que le decimos “clínico”. Esto es, que se hace preguntando adecuadamente al paciente sobre la evolución de su dolor y otros síntomas, y palpando el abdomen. La reacción del abdomen a esa palpación, el lugar donde duele y la forma de la que duele nos dan información para concluir que el paciente tiene una apendicitis. Cuando una persona experimentada en “tocar barrigas” sospecha una apendicitis, acierta en el 95% de los casos.

Termino de operar y voy a ver al chico. Tiene 16 años. Cuando tenemos dudas en el diagnóstico, recurrimos a la ecografía o al TC. Aquí no hay TC, pero hay un ecógrafo. El problema es que no hay radiólogo. El radiólogo soy yo y no soy radiólogo. Puedo coger la sonda del ecógrafo, pasarla por el abdomen y tratar de jugar a interpretar lo que adivino que veo. Pero no es lo mismo. Con el apéndice es menos. He pasado muchos ratos al lado de los radiólogos cuando le han hecho una ecografía solicitada por mí a un paciente con sospecha de apendicitis. No resulta fácil. El apéndice es una estructura fina, no siempre consiguen verla, cuando la ven, a veces no se diferencia muy bien de un asa de intestino delgado, y se emplea una sonda diferente de la que se usa para la ecografía abdominal convencional, que yo aquí no tengo. 

Interrogo al chico, le palpo el abdomen, y claro, lo que se dice claro, no lo tengo. Pero tampoco tengo claro que no sea una apendicitis. Es uno de esos casos en los que le habría pedido una ecografía. En estas circunstancias, habida cuenta del medio en el que estoy, me parece más seguro operarle y encontrarme que no tenía apendicitis, que arriesgarme a que progrese a una peritonitis. Aquí, sin UCI ni cuidados postoperatorios adecuados, eso puede ser mortal. Ya he agotado el cupo de milagros semanales con el hombre de la isquemia intestinal. Doy instrucciones para que preparen el quirófano y me voy a resolver otro entuerto mientras me pasan al chico.

Al cabo de un rato se me acerca Raymond, para decirme en su francés con acento africano que el chico no se va a operar; que tiene un examen en el liceo y que no se lo quiere perder.

El liceo está a cien metros de donde me encuentro, en la finca adyacente al hospital. Lo primero que pienso es que no creo que el profesor tenga ningún problema en hacerle el examen otro día. Pero resulta que el examen en cuestión es el examen de grado de bachillerato, que dura tres días (debe de ser algo parecido a nuestra selectividad) y que no quiere renunciar al esfuerzo de su estudio y la oportunidad que supone.

Esto ocurrió el lunes. El examen termina el miércoles y el muchacho me promete que volverá al terminar el examen para que le valore. Mando que le pongan una dosis de antibiótico intravenoso y le dejo prescrito antibiótico oral. Me quedo mirándole, cuando sale camino del control de enfermería donde le van a administrar el medicamento y pienso:

–¡Olé tus huevos! Te mereces aprobar ese examen y que yo me haya equivocado en el diagnóstico.

Mañana es miércoles. Estoy deseando poder darle la enhorabuena y no tener que operarle.”



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